Elaborar una estrategia simple. Pocos pasos: claros, concretos, nada de andar con rulos, nada intrincado. Unas pocas ideas rectas, sin firuletes, sin adornos. Nada que me distrajera, me confundiera o alejara de la calle principal, del concepto esencial. Sino iba a pasar lo de siempre, me iba a entretener con los carteles de colores, las cortadas con balcones floridos, las casas con zaguán y los pisos con baldosas dibujadas.
Tenía que agarrar una idea con las dos manos y no soltarla, aunque me zamarrearan, me llenaran la cara de dedos, me dieran puntapiés en el culo. Yo, debía seguir firme con mi idea. Debía ponerla entre el ojo izquierdo y el derecho. La idea era hacer silencio. Esa era la idea. Hacer silencio.
Pasara lo que pasara, los labios tenían que hacer un acto de contrición y descansar sobre los dientes. Y así, cuando él me hiciera pasar a su despacho para tirarme de la lengua, yo, muzarella. Ni mu. Cara de póker. Y así, cuando empezara a desplegar sus argumentos adornados, con luces de colores, balcones floridos y pisos con baldosas dibujadas, yo, musa, que mi boca no era mía.
Por eso, cuando aquella tarde me llamó a su despacho, yo, no contesté cuando sonó el interno de mi escritorio; simplemente lo dejé sonar y cuando dejó de hacerlo, me levanté de la silla y con las manos en los bolsillos me dirigí al corredor que conducía a su oficina. Al llegar, golpeé la puerta y esperé a que contestara. Cuando lo hizo, bajé el picaporte, entré y me paré frente a él, del otro lado de su escritorio. Lo miré inquisitivo y esperé.
Como a él le gustaba mucho hablar, lo dejé que se pusiera cómodo, que dispusiera todas sus palabras sobre el escritorio, cayeran hacia el piso, treparan las paredes, se colgaran de los tubos de luz, se metieran por la boca del aire acondicionado y pasearan, invadieran, proliferaran, como una enamorada del muro.
A él le gustaba escucharse; creo que escuchar el sonido de su voz era como golosina para sus oídos. Los labios se le movían amasando cada letra, cada sílaba, cada palabra. Y estuvo así, un buen rato, no recuerdo cuánto, hasta que un rastro mínimo de pudor le hizo cerrar los labios. Antes de hacerlo, creo, enunció una pregunta. En realidad, no escuché nada de lo que dijo, porque apenas entré a su oficina puse el piloto automático y empecé a plantar mi propia enamorada del muro, para adentro, claro. Sin embargo, un giro en la entonación me advirtió que algo había cambiado en el discurso. Me puse en guardia, para adentro, tratando de que no se notara.
Y justo ahí, en ese momento, descubrí cómo podía llevar a cabo mi plan. Lo miré a los ojos con mi mejor cara de boludo y, con el índice señalé mi garganta, despegué los labios y metí el dedo adentro de la boca, lo saqué y lo moví como un limpiaparabrisas y le sumé un ruido seco, un quejido que denunciaba mi dificultad para hablar.
Él, no despegó los labios, hizo un gesto de decepción y mostrándome el dorso de las manos me despachó como si espantara a un perro molesto.
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