Esta frase, que escuché en un colectivo, tiene por autor a un pequeño de apenas unos cuatro años, vivaracho como pocos. A primera vista puede llamar a risa, o hacernos pensar desde nuestra racionalidad de pacotilla que el chiquito aún no incorporó ciertos aprendizajes piagetianos. Pero en realidad, el diálogo que animadamente mantuvimos fue toda una experiencia, a pesar de ser apenas el encuentro de dos pasajeros que, por unos minutos, comparten ocasionalmente un viaje, o quizá, la vida.
Por él me enteré que el Hombre Araña y Superman estaban viajando al Paraguay para comer golosinas. En cambio, según sus fuentes bien informadas, parece ser que la Mujer Maravilla se queda en Argentina... pero no sabe hacer nada.
Me contó que odiaba las bocinas de los “manejores” y a los “manejores” también, sobre todo los manejores de colectivos.
Declaró querer mucho a su papá --al que curiosamente llamaba por su nombre de pila--, porque lo llevaba al fútbol, mientras que expresó cierta cuidadosa reserva acerca del amor hacia su madre… con la cual, en ese preciso instante, regresaban del dentista.
Manifestó su seria intención futura de ser manejor de barcos, de camionazos y de helicópteros, de aquí a algunos años. Con ellos viajaría lejos, muy lejos, hasta el Paraguay. Sin duda alguna, para comer golosinas hasta hartarse. ¿Qué otro motivo podría existir para emprender un viaje tan largo?
Llegado a este punto de la conversación, me confiesa: “Cuando yo era grande, un día crucé la vía del tren solo”. No pude evitar hacer una cariñosa y maternal advertencia. Dicho esto, ya un poco cansado de tantas revelaciones (o quizá, fastidiado de no ser cabalmente comprendido), se puso a mirar por la ventanilla, para recuperar el aliento.
Observo entonces a la madre, sentada frente a mí y teniendo en brazos a otra pequeña (luego me enteraría de que se trataba de una primita, de visita en la ciudad). La nena dormía profundamente. La mamá también conversaba con su compañera de asiento: es entonces que la escucho decir algo como “hace ocho meses que lo tenemos”. Imposible para mí no preguntar, casi en un murmullo: “¿Es adoptado?”. Y entonces, aquello que parecía un error cobró un insólito estatuto de verdad.
La mamá nos cuenta que mi locuaz compañero de asiento había pasado sus primeros añitos de vida en la calle; su siguiente destino fue un instituto, por unos pocos meses; que había sido difícil ubicar a la madre biológica, pero finalmente se había producido la renuncia a la patria potestad y, por fin, la adopción.
Entonces entendí: el pequeño no se equivocaba al decir “Cuando yo era grande”. Había sido grande, y ahora, gracias al amor de sus nuevos padres, podía ser lo que siempre debió haber sido: un niño.
- ¿Dónde bajás? - me pregunta el pequeño cuando me ve organizando mi mochila, mi cartera, mis libros: en otras palabras, mi sempiterno disfraz de Ekeko porteño en estado de mudanza.
Respondo mencionando la intersección de dos calles.
- ¡Ahí está mi casa! - acota con alegría. ¿Querés venir a jugar?
- Me encantaría, pero no puedo…
- Bueno, si un día podés que sea un martes, que no voy al colegio…
Nos toca descender en la misma parada. La mamá, con la pequeña y delicada sobrina durmiendo sobre su hombro, parece tener alguna aprensión a la hora de bajar con los dos niños. Es comprensible: ¡mi interlocutor es tan independiente y tan vivaz! Para ayudarla, le pido al pequeño:
- ¿Me das la mano para bajar?
- ¿Para qué? - me interroga con curiosidad.
- Es que yo tengo muchas cosas y, como vos ya fuiste grande, me podés ayudar para que no me caiga…
Entonces hace un gesto como de haber comprendido, extiende una de sus manitos y bajamos juntos.
Le doy las gracias por ayudarme y nos despedimos, posiblemente para siempre: él, el niño que hace unos años era grande y yo, la persona grande que disfruta como la nena que fue hace tanto, pero tanto tiempo, aprendiendo de los pequeños que tienen hoy el raro privilegio de ser lo que por derecho les corresponde: simplemente, niños.
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