Resuelve ecuaciones con los pies. Una pierna larga, espiga sensual, asoma por el tajo del vestido, las extremidades apoyadas en un torso de espalda desnuda, en equilibrio en un paso así, otro en un giro, una mano le sostiene el talle y coloca de espalda a la mujer, vuelve la cara y me mira.
Qué sorpresa encontrarme con ese cuerpo suspendido. Como el mío.
Sacudidos por el gozo de cortar la zozobra de un balanceo, armar una figura, envíar como látigo un pie que besa las baldosas con la punta.
Antes que el tango soltara el último acorde me alcanza el perfume ignoto: me deja atrapado en una bruma de olores inesperados que no logro retener lo suficiente como para ponerle nombre.
Nos encontramos más tarde, y ella se sienta cerca. Me cuesta asimilar el cuerpo que se despega del ambiente para prácticamente quedarse aislado con algo que repercute en mi mano como si me tocara.
El tango tiene un secreto, no me alcanza; me mentí, por un tiempo que podría descifrarlo cuando vi por primera vez a esta mujer y coincidió con la primera vez que la desee.
Descubrí que no era ser mujer el énfasis que fascinaba del tango, ni el color rojo en los labios o la máscara de las pestañas, sino simplemente lo íntimo, lo inesperado, me sentí libre y pude escuchar su nombre sin importar que cuando no flota sobre un acorde, se desprende del vestido, se desgaja los tacos y parece rodearse de mansedumbre, la tengo para mí y comparamos el tamaño de nuestros órganos, cuando Julio se mueve, la magia del tango suspira como si hiciera antesala.
|