Leemos en el Génesis que lo que hizo Dios, luego de crear el cielo y la tierra, fue separar la luz de las tinieblas. En una genealogía más prolífica Hesíodo nos dice en Teogonía: “Del Caos surgieron Érebo (las tinieblas que cubren al Hades), y la negra Noche. De la Noche nacieron el Éter y el Día, a los que alumbró preñada por Érebo”, más adelante, Hesíodo nos hace saber que la Noche fue madre de Tánatos, la muerte, e Hipnos, el sueño.
Los que ignoran esta historia tienen un conocimiento empírico de ella, porque, en los sueños, a veces somos visitados por muertos; en mi caso ni siquiera preciso del sueño, me bastan los insomnios que, de manera artera, me visitan dos o tres horas después dormirme. En esas duermevelas, recorro caminos inciertos, revisito mi pasado y fabulo un futuro, vuelvo a momentos de bochorno o de gloria y los modifico, a veces esos muertos me llevan de la mano hacia los momentos que hemos compartido o –como otro personaje insomne, el teniente del cuento de “Mientras los demás duermen” de Hemingway–, imagino situaciones que luego aparecerán, vívidas, en insomnios venideros.
En los últimos meses, al igual que Ulises en su descenso a los infiernos, he sido visitado por muchos conocidos de la familia: tío Oscar, tío Mario, esposo de tía Moty, y la abuela Emperatriz. De tío Oscar heredé mi preferencia por los anteojos sin armazón y su vocación de mentiroso; de tío Mario la afición por la “literatura menor”, las historietas y los Bolsilibros Bruguera; y de abuela Emperatriz, la pasión por contar y recontar historias. De tío Nene, el más parco de los tres, el legado fue mucho más rico y complejo.
Tío Nene era el mayor de los hermanos, luego: mi madre, tío Oscar y tía Moty. Era de rostro huesudo y magro que resaltaba los pómulos, nariz aguileña y afilada, ojos negros, brillantes y hundidos en las cuencas, peinado con raya al medio, bigotes finos estilo Clark Gable, rasgos que lo asemejaban más al abuelo Florindo ─hijo de padres vascos, al que sólo conocí por fotos─; pero la piel cetrina lo acercaba más a mi abuela, mestiza de mapuche y vasco. Tenía los derechos del primogénito, en la mesa se sentaba a la derecha de abuela Emperatriz y tenía el poder de hacer callar a cualquiera, privilegio que rara vez ejercía. Trabajó toda la vida en una hilandería donde entró como de técnico calificado.
Lo recuerdo tan taciturno como comunicativo a la vez; por una razón que ignoro lo identifiqué ─y lo sigo identificando─ con Turmo, el protagonista de El etrusco; me guardó durante el año las revista Okey y los Condorito. Me regaló tres objetos –cuya afición mantengo hasta hoy y llevo encima–, aunque han cambiado los modelos: un cortaplumas Arbolito de dos hojas, mi primera estilográfica, una Parker 51 y un reloj pulsera; a ello sumo otro hábito: me gustan las camisas con puños dobles para usar con gemelos.
Los sábados por la mañana íbamos al mercado a comprar pescados y mariscos. El regalo de la Arbolito no fue casual, era un utensilio imprescindible para, abrir ostras y mejillones, que comíamos crudos con limón, directamente de las valvas y de pie en un puesto de comidas al paso; el aperitivo iba acompañado de un enorme vaso de vino blanco que, pese a mi edad, estaba autorizado a beber en vaso pequeño, «ni se te ocurra decirle a tu madre». A la hora del almuerzo su bebida era vino tinto y acostumbraba a usar tiras de ají picante que cortaba con el cortaplumas y colocaba en un plato de té.
Por las mañanas, zapatos lustrados la noche anterior, de traje y corbata palomita desayunaba parado: media marraqueta tostada con manteca y una taza de té cargado y dulce que, para enfriarlo, volcaba en el platillo y bebía desde allí. Tío Mario, que era mecánico en una compañía cervecera, tenía las mismas costumbres para vestirse y desayunar, pero tío Mario usaba corbata con un prendedor de oro en forma de flecha. Era de esperar que yo siguiera esta modalidad de beber el té, pero sólo durante las vacaciones, porque en Mendoza, mi padre, que por aquellos años era mozo y luego, Maître d’hôtel, consideraba ese hábito como el acmé de la vulgaridad y falta de modales de mesa.
Tío Nene se graduó de técnico de radio en un curso que hizo por correspondencia y en su taller ─otro de los hábitos que me contagió fue la pasión por visitar ferreterías─ tenía una colección de “Mecánica Popular”, además hacía trabajos de carpintería de la casa y, cuando me regalaron mi primer pantalón de jean, me hizo un cinturón acorde con un trozo de cuero de la correa de una máquina al cual decoró con arabescos que trazó con un cautín eléctrico.
Dormía poco, por las noches se quedaba trabajando o leyendo, en el taller, con un enorme vaso de vino tinto y el cenicero que desbordaba de colillas.
Los sábados por la noche eran para ir al cine con Violeta; la recuerdo bella y de ojos luminosos, usaba grandes arracadas y una esclava en el tobillo. Unas vacaciones, cuando fuimos a Santiago, Violeta no vivía más en la casa, «se divorciaron», dijo abuela Emperatriz. Cuatro años después tío Nene se volvió a casar.
Ninguno de estos parientes que han acudido desde el Érebo en los últimos meses me había visitado en las últimas décadas. A todos se los llevó Tánatos con el mismo tipo de pasaje, los pulmones. Abuelo Florindo trabajó toda la vida como lustrador de pisos de madera, parte del trabajo era raspar con lana de acero el parquet, años respirando polvo de madera encerada y restos de lana de acero fueron la causa de su tuberculosis; tío Oscar y su esposa Gladys, tío Nene, tía Moty, tío Mario y mamá, en ese orden, de cáncer al pulmón por fumadores. Mi madre los sobrevivió a todos por años, con un pequeño cáncer que, por la edad, no era letal; el EPOC, le ganó de mano. Abuela Emperatriz, murió en la cama, la noche que falleció pidió que yo durmiera con ella. En horas de la madrugada, tío Nene me levantó en brazos para llevarme a otra cama.
Años después de la muerte de abuela Emperatriz, cuando tío Nene tenía dos hijos, me enteré que Violeta fue el amor de su vida, la conoció en un prostíbulo, la llevó a vivir con él y se casaron; se divorciaron por imposición de abuela Emperatriz; Violeta no podía tener hijos.