Gulag, hipocondría y cuarentena
Danilo Albero Vergara escritor argentino

Día por medio, de ocho y media a diez de la mañana, mi sesión de noventa minutos de gimnasia, aeróbica, mancuernas y 900 abdominales. Antes de empezar huroneo con mis 24 X 50 las ventanas de los edificios vecinos. Me acude Nosotros de Zamiatin, los rusos son maestros en el género novelas de confinamiento y destierro, desde Tolstoi a Soljenitzin, pasando por Vasily Grossman. Poca actividad en las ventanas de los edificios vecinos a esta hora. Imposible no pensar en Zamiatin en estos momentos, ninguno tan contemporáneo y vigente: somos reclusos en cubículos transparentes, el estado, y no solo él, vigila y pauta nuestras vidas y hábitos ─aunque en la novela el control no se hace través de teléfonos celulares como en estos momentos; con frecuencia recibo notificaciones en mi correo electrónico donde Google Maps me informa de mis movimientos, lo he desactivado, espero que Google, Big Brother, Maps me deje de perseguir.

Enciendo la radio y empiezo con la primera serie de push ups, después de mucho buscar he encontrado una emisora donde transmiten sólo noticias, comentarios políticos o históricos, y los conductores no compiten en ver cuantas cosas obvias o personales o íntimo escatológicas, propias o de notables, sin contar chistes o comentarios de doble y triple sentido, pueden descerrajarle a la audiencia. De lo que no me libro es de un mensaje del gobierno, que se repite regularmente a lo largo del día, tres agradecimientos: “gracias por quedarte en casa; gracias por no ser tan familiero; gracias por el aguante sin fútbol”. El segundo, aparte del barbarismo “familiero”, coloca al afecto familiar como un pecado capital repudiable, enfatizado en el “por no ser tan”, sería lo mismo que decir “por no ser tan ladrón o por no ser tan poco solidario”; el tercero, es obsceno: “por el aguante sin fútbol”, de donde soportar la cuarentena sin ver fútbol es igualado a un acto patriótico, el Negro Falucho y las niñas de Ayohuma, no son nada frente a los fanáticos de Lionel Messi y sus tatuajes. “Igual que en la vidriera irrespetuosa / de los cambalaches / se ha mezclao la vida”, Santos Discépolo, como Gardel, cada día escribe mejores letras; no se han roto mucho los publicistas oficiales. El origen de nuestra decadencia es intelectual.

Fue un comentario de la radio, hace un par de días, y la asociación de la cuarentena como un Gulag hogareño que me llevó a releer Un día en la vida de Iván Denisovich de Soljenitzin. Respecto a la preocupación de médicos sanitaristas porque la gente está dejando de hacerse los controles médicos anuales. El primer problema de Iván Denisovich cuando se levanta es que no se siente bien, le duele la espalda, está desganado y teme lo peor, muy a su pesar tiene que ir a la enfermería, le toman la temperatura, está con treinta y siete nueve, le exigen treinta y ocho cinco para internarlo. El segundo problema ─el primero y único, en realidad, de no mediar el súbito temor de estar enfermo─ es ver cómo remonta el día, conseguir comida extra y algún elemento que le ayude a sobrellevar la vida de preso. Al final de la jornada ve que, pese al temor al levantarse, ha sido un día feliz: almorzó y cenó ración doble, por su alto desempeño como albañil tuvo una ración extra de pan y, maravilla, logró ingresar burlando la vigilancia, un diminuto trozo de sierra de acero con el cual ya tiene imaginada una cuchilla que le permitirá hacer arreglos de ropa y botas de fieltro, que le depararán algunos rublos.

Con el fluir de las ideas veo que las similitudes con Samietin y Soljenitzin me llevan a otro distópico ruso Bulgákov, su Los huevos fatales dejan a los laboratorios de Wuhan, y el descontrol del coronavirus que se les escapó, a la altura de un cuento de Hans Christian Andersen.

Como los prisioneros del Gulag, nuestro primer trabajo en la cuarentena ha sido construir la cerca de alambre de púas y las torres de vigilancia que nos mantendrán confinados; aunque en nuestro caso esa cerca y torres de vigilancia son virtuales; porque, en realidad, el Gulag está en nosotros. El temor a visitar a los médicos para hacer controles rutinarios es nuestro primer paso para levantar la alambrada de nuestro encierro. El temor al contagio inhibe la hipocondría latente en todo ser humano, desde El enfermo imaginario, más tragedia que comedia, al nacimiento de Atenea, que surgió de la cabeza de Zeus y armada ─lo que ha de doler─ a causa de una cefalea insoportable; Zeus a falta de un médico a mano, le pidió a Hefesto que le abriera la cabeza de un hachazo.

Soy consciente y temeroso, de mi hipocondría; a principios de junio debía haber empezado mi chequeo médico anual, esperaré hasta finales de julio, mientras tanto, como el protagonista de Tres hombres en un bote, he descubierto que tengo todas las enfermedades posibles, desde mis crónicos insomnios, o despertares a las tres de la mañana, a extrañas dolencias cutáneas o visuales, brotes alérgicos, y accesos de esplín de los que sólo salgo cuanto huroneo con mis prismáticos el esplín que columbro detrás de las ventanas de los edificios que me rodean; como dice un amigo ─también hipocondríaco─ “la salud es un estado transitorio que no conduce a nada bueno”.

Mientras escribo estas líneas y pienso en el cierre, descubro sorprendido que, en las ventanas de la torre del frente, hay todo un piso que tiene las luces apagadas. Apagué todas las mías y escudriñé con mis prismáticos nocturnos en vano. Mañana probaré de nuevo. Prendí la luz, bajé al piso inferior, preparé una caipiriña de vodka. Subí a mi estudio, encendí la radio y recorrí estaciones con el dial, dos sexólogos dan recomendaciones sanas para desfogarse en cuarentena ─no es para nada políticamente correcto el sinónimo, “deslecharse”, decían los viejos en mi provincia cuando yo era adolescente─; si no lo oigo no lo creo, pero me dieron el cierre de estas líneas, tome nota, parole di più, parole di meno: “no hay que poner límites a la imaginación y estimularla, después de tener chats eróticos con su pareja ─olvidaron los ménage à trois; de orgías, ni hablar─, donde todas las fantasías están permitidas, se aconseja lavarse bien las manos y los utensilios utilizados después de masturbarse, desinfectar con alcohol todo, sin olvidar el teclado de la computadora o la pantalla táctil del celular”; no lo oigo, no lo creo. No se han roto mucho los sexólogos, pero rescato la boutade del alcohol en el teclado y la pantalla táctil. El origen de nuestra decadencia es intelectual.

Vuelvo al mundo de Nosotros, el “Estado único”, allí todas las actividades de la vida están minuciosamente pautadas y controladas por la autoridad, inclusive la actividad sexual, porque en él la libertad y el libre albedrío son actos de salvaje desorganización.

Se me acabó la caipiriña, merezco otra dosis.





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