Hasta principios de 2018, tuve la idea de que los mosaicos eran una técnica desarrollada en Bizancio. Las visitas a Estambul me llevaron, desde los bienes relictos de la antigua Hagia Sofía bizantina, o Hayasofya turca, a la iglesia de San Salvador en Chora, y al Museo del Mosaico, antigua residencia del emperador Constantino, afirmaron esa creencia.
En febrero de 2018 hice mi primer viaje por Sicilia, y volví a visitar Roma. En la primera me di cuenta de un error –no eran una técnica de Bizancio–, cuando, desde Palermo, viajé a Piazza Armerina, y de allí tomé un taxi que me llevó hasta la Villa Romana del Casale, hora y media de ómnibus y veinte minutos de taxi. Vale la pena, la Villa fue propiedad de un –se cree–, gobernador romano y se construyó en los años doscientos de la era cristiana; se perdió en un aluvión de barro durante algunos siglos, y en el XVII afloraron restos –que vienen siendo rescatados y restaurados desde finales del XIX al presente–. La enorme y fantasmal propiedad, incluye –además de un vasto coto de caza, desaparecido en el aluvión barroso– silos, un molino harinero, una terma romana –caldarium, tepidariun y frigidarium–, despensas y un descomunal y elocuente salón de audiencias. El detalle principal y motivo del viaje: toda la Villa, desborda de mosaicos –en menor medida, pinturas murales– en salas, pasillos y dependencias, paredes y pisos. Escenas que abarcan: relatos mitológicos, captura y embarque de animales exóticos en distintos lugares del imperio para ser llevados a los circos romanos, caza, pesca, cocina, vida cotidiana y juegos infantiles. En algunos dormitorios: motivos amorosos y eróticos –prolepsis artística de las películas porno hardcore–. Destaco, por su carácter contemporáneo, la "Sala de las muchachas en biquini", seis jóvenes, algunas jugando con una pelota. Los físicos y las "biquinis negras", parecen copiadas de las que usan hoy las chicas en los torneos de balonmano de playa. El satori estético me recordó al escritor argentino Leopoldo Marechal por su cuento "Primer apólogo chino", fue como la bofetada del maestro Chuang que recibió el soberbio discípulo Tseyü cuando le fue con una perogrullada filosófica. De regreso a Palermo, fue imposible no fabular sobre el motivo y el apoyo logístico del propietario para elegir ese lugar –hoy distante a casi cinco horas, ida y vuelta, en carretera y con vehículos modernos– y realizar un proyecto que incluyó un ejército de artesanos y artistas.
En el museo Palazzo Massimo alle Terme de Roma, recibí el didascálico puntapié entre las dos nalgas, con que el maestro Chuang premió la segunda reflexión pavota de Tseyü.
El arte de los mosaicos es antiquísimo y fue importado de los límites orientales del imperio romano. En los mismos siglos en que fue construida la Villa Romana del Casale fue perfeccionada y se difundió por todo el imperio. Su función más importante en las mansiones de ricos y aristócratas –al igual que la pintura mural– era motivar a los propietarios e invitados a reflexiones y charlas estéticas y filosóficas –para los que amamos la fotografía, los mosaicos inventaron el pixel hace veinte siglos–. El detalle literario del satori del museo Palazzo Massimo alle Terme fue descubrir un leitmotiv, también difundido por todo el imperio: el paesaggio nilótico.
El paesaggio... era, en términos actuales y anacrónicos, un trend topic en decoración, un mural grande con la escena más exótica para el imaginario de la época: Egipto y el Nilo. Hay plantas y flores, serpientes, ibis, esfinges, algún elefante, pero, imprescindible, "cocopótamos" e "hipodrilos" –neologismo inevitable; en la imaginación de los artistas no diferenciaban bien las fauces, y las cambiaban, al componer las teselas del mural; los hocicos de los hipopótamos se implantaban a los cocodrilos y viceversa; pavada de ingeniería genética. Trasplanto el tópico decorativo romano a los últimos siglos y pienso si, en la literatura y el cine, de cualquier nacionalidad, proliferan paesagios nilóticos. Una antología.
En la segunda parte de Butch Cassidy, Paul Newman y Robert Redford se van a cometer asaltos y mueren en una Bolivia abundosa en sarapes y uniformes de militares de la época de la revolución mexicana, sólo falta un "orale" o "hijo de la chingada" a las escenas que aparecen habladas en español en la versión original. Del otro lado del Atlántico, en la novela Ictiandro (1928) del autor ruso Alexander Beliaiev –considerado el Julio Verne ruso– aparecen pescadores de perlas en el Río de la Plata sorprendidos por un hombre pez, y un paisaje de nuestra geografía que te la voglio dire. La versión fílmica de Ictiandro –(1962), la he podido ver en ruso, es una maravilla estética y sonora; guardar el secreto: fue la película que en realidad plagió Guillermo del Toro en La forma del agua– es más deliciosa. Una Buenos Aires llena de charros, sombreros mexicanos y orquestas de mariachis que tocan aires tangueros. En la película polaca Cold War (2018, Guerra Fría), ambientada en los años sesenta, la protagonista, una cantante famosa –mimada por el apparatchik estalinista, nativo y de de toda la cortina de hierro–, canta, en momentos de la tibia apertura hacia occidente, el baión Bongo Baio en una suerte de club nocturno del Pacto de Varsovia. Los musicantes portan maracas, guitarrones, sarapes, panderetas, algunos: pantalones y sombreros de charros, y bailan el baion casi con la misma coreografía enfática de un kasachok de jinetes de las estepas ucranianas.
Emilio Salgari, llenó las selvas malayas de tucanes brasileños, y Julio Verne no se quedó atrás: en Los Hijos del Capitán Grant, los protagonistas se enfrentan a una crecida, en alguna zona entre el río Colorado y el Negro, a unos cien kilómetros de Carmen de Patagones. Por suerte un ombú del tamaño del Edificio Barolo les sirve de refugio para escapar al asedio de una flota de cocodrilos gigantes de seis metros de largo. Saurios de la familia de los cocodrilos cazadores de búfalos de los ríos de Tanzania, en nuestras pampas, donde las lagartijas más hiperbólicas no sobrepasan los treinta centímetros.
Por su parte Jorge Luis Borges, quizás sin saberlo, realizó un procedimiento inverso al de la estética del paesaggio nilótico y al mismo tiempo sugiere –se trate de una obra de arte o literaria; ¿qué fueron si no las ilustraciones ukiyo-e para los impresionistas franceses?– que ese proceso se puede dar siempre; aunque trate del creador o de espectadores y lectores.
La operación borgeana partió de la realidad de Buenos Aires para construir una ciudad ficcional, así nos anticipa en el prólogo de Artificios: "(habla de 'La muerte y la brújula')... pese a los nombres alemanes o escandinavos, ocurre en un Buenos Aires de sueños: la torcida Rue de Toulon es el Paseo de Julio... Ya redactada esa ficción, he pensado en la conveniencia de amplificar el tiempo y el espacio que abarca... los plazos podrían computarse por años, tal vez por siglos", Un par de años más tarde dirá en '"El hombre en el umbral': "La exacta geografía de los hechos que voy a referir importa muy poco. Además, ¿qué precisión guardan en Buenos Aires los nombres de Amritsar o de Udh?"
Proyecto leer este año los dos tomos de Historia de Genji, novela de Murasaki Jibuku, escritora japonesa del año 1000. Será mi paesaggio nilótico.