Se eriza la piel de la laguna; los juncos acarician a la brisa con sus dedos brunos. Tres patos negros y afilados como cuchillos rasgan el músculo de agua. Gritan los horneros, chillan los venteveos; los cardenales oran al cielo, las palomas no paran de ulular. Arriba, el rosa y el añil se visten de nubes como gasas. El cielo es profundo, y el limo, espeso. En él, deja su esmeraldina caligrafía, una culebra que pasa y se zambulle en la orilla. De pronto, ese silencio que abruma. Quietud que sucede, tiempo en que nada pasa y todo parece quedar. Parmenídeamente, declina la tarde; hora de los olores a menta y marcela. Jadean los grises entre sombras; no hay más fantasmas que los del alma propia.
|