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27 El hombre ama cuando quiere y la mujer cuando puede.   por   Alguna
 
 
kika 4/24/2010 | 10:59:13 AM  
 
Cholito
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Los labios se le amontonaron en un costado de la boca y lanzó un chistido que se unió al golpe de los pasos sobre el cemento. Llevó la mano derecha a la entrepierna y separó con brusquedad la tela del pantalón. La bruma había bajado hasta la vereda y una sensación pringue le aplastaba la ropa sobre el cuerpo.

Mientras esperaba que cambiara la luz del semáforo, aprovechó para espiar el reloj del hombre que estaba parado a su lado.

-¡Puta madre!-, se le había pasado la hora y aún faltaba una cuadra para llegar a la casa de Ismael.

-Cholito-, le decía el jefe,  -¿por qué no se da una vuelta por casa?-. Esa puta manera de decirle “Cholito”, entre paternalista y socarrona. El muy turro. Mucho Cholito, mucho Cholito, pero no largaba un peso de más a fin de mes.

Todos los días, después de cerrar, debía llevarle la recaudación. Si llegaba once y un minuto, lo hacía esperar en la calle hasta que se le cantaba.

Faltaba menos, una cuadra y media, le dejaba toda la guita y tomaba el cincuenta y uno directo a Cañuelas. Alsina uno tres cinco uno, quinto be, de boludo.

Apuró el paso, quedaban nada más que unos metros. Llegó, se detuvo frente a la puerta de hierro y vidrio y se llenó la boca con el aire húmedo, la mano derecha volvió a buscar el fondillo del pantalón, lo separó y enancó las piernas como un jinete. El movimiento le cambió el rictus que le marcaba la cara.

-Tercero be. De boludo-

Presionó y hundió con el pulgar el botón. La voz demoró en salir por la tapa agujereada de los timbres. La chicharra de la puerta sonó con hilachas de descarga y le hizo dar un respingo. Con el cuerpo en escorzo, empujó el hierro de la puerta y entró. Sintió la pesadez de la mole que volvía a su lugar y un resto de aire apenas mojado se coló por el hueco y le acarició la espalda. Seis pasos más, tenía que atravesar la puerta vaivén y luego un par de pasos más y alcanzaba el ascensor que era como una jaula de pájaros.

La cancel, como la llamaba su jefe, tenía dos hojas de vidrio esmerilado. Habitualmente estaban aplastadas contra las paredes de los costados, sólo un par de veces las vio juntas; esas veces las empujaba y quedaban aleteando, adelante atrás hasta que detenían el vuelo. Esa noche, cuando llegó hasta la cancel se mandó con el codo a todo vapor; las dos hojas vibraron, crujió la madera de los marcos pero las hojas no aletearon en vaivén. Con la punta de la bota derecha las pateó, pero no cedieron. La enfrentó con la mirada buscando algún detalle que denunciara que la muy puta podía abrirse. Ni un defecto; no podía desfogarla para llegar al ascensor.

Empezó a sentir un súbito calor que avanzaba por las orejas, le abrazaba la nuca y con vértigo  le trepaba hasta la cara. El aire entraba y salía por las ventanas de su nariz y parecía un motor ahogado. La lengua intentaba traer saliva a la boca pero no llegaba; la sintió pastosa. Las manos seguían en los bolsillos del pantalón, los dedos hurgaban en la bolsa de tela. Buscaban algo que no había. Los brazos se le agarrotaron y no hacía frío.

Dos puertas cerradas, dos espacios infranqueables, uno era el pasaporte a la noche pringosa, el otro lo llevaba a su jefe.

Esa puta cosa que le volvía. Hacía rato que le venía pasando esa cosa pero no encontraba la manera de zafar. Era algo de lo que no podía hablar ni en su casa, ni con los amigos y menos con su jefe. –Maricón de mierda-, le iba a decir. –No me venga a mariconear Cholo, usté es grande, mire que sentir cagazo porque se queda encerrado, vamos mi viejo, eso es cosa de maricones.

Le temblequearon las piernas y, sin darse cuenta cómo, se encontró arrebujado en un ángulo de la estrecha cárcel en la que se creía atrapado. El piso de baldosas estaba helado, como su cuerpo. Sentía una rara mezcla de sudor frío y caliente a la vez. Llevó el cierre de la campera hasta el tope, cerca del cuello y subió la capucha; el borde gastado casi le cubría los ojos.

Uno. Dos. Tres … cuatro pasos de zapato de suela apretando un piso liso;  acero plegándose, luego chirriando por un riel, cerrándose; cajón de madera y hierro moviéndose por un túnel. El Cholo contrajo todos los músculos, se puso alerta, algo se acercaba. El sonido del ascensor hizo vibrar los cristales. Se sobresaltó. La luz de la caja bajó, bajó, hasta iluminar de lleno, como un reflector, al Cholo. El catafalco se detuvo. Un paso, un giro sobre los talones. Uno. Dos … tres pasos y una llave moviéndose dentro de la cerradura de la cancel que, con la carga de un vientre pesado, cedió y se abrió. Ismael miró al Cholo con unos ojos adormilados, con una mirada macilenta; lo miró y haciendo un chasquido con la lengua le preguntó: –¿Qué mira Cholito, tengo monos en la cara?-.

 
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texto
El descariñado
Trenquetren
Bandoneón
Ni mu
  Comentarios: 3      
1- Citadino 4/24/2010 11:45:56 AM
Me deje llevar como un chico al italpark. me molestó la bruma, se me pegaron los pantalones, y sentí el claustro y me enoje con el jefe. Sra. Kika, muuuuy lindo.
 
2- Wombat 4/25/2010 1:36:49 AM
Excelente relato, me tuvo prendido hasta el final.
 
3- Claudio 4/25/2010 7:04:46 AM
Siento que estamos leyendo una escritora con oficio. Muy bueno.
 
 
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