Dos lugares que me gusta ver, de manera especial, cada vez que tengo la oportunidad de visitar los museos de un palacio real, son la sala de armas y armaduras y las cocinas y comedores; ambos símbolos del poder por excelencia; es sabido que los ejércitos se mueven sobre sus estómagos.
Aunque la primera cocina que me deslumbró no fue la de un rey, sino la de un magnate de transporte naval y ferrocarriles, Cornelius Vanderbilt II, hijo de Cornelius Vanderbilt I ─el número romano que sigue al nombre de padre e hijo le da un aura mayestática; mejor, real, mejor aún, imperial─, no es casual que el padre fuera conocido como “El Comodoro” (The Commodore), sobrenombre que nos ubica en cómo lo veían sus contemporáneos. El hijo, en el apogeo de su poderío, hizo construir en Newport, estado de Rhode Island, una mansión con 60 habitaciones acorde a su estatus; la cocina vale la pena de ser visitada. Uno de los detalles dignos de un magnate es la bóveda que está en la zona de la despensa, una gigantesca caja de seguridad, donde se acomodaba la vajilla de porcelana y los cubiertos de plata para 36 comensales que Conelius Vanderbilt II llevaba en su tren particular cuando viajaba con su familia desde Nueva York.
El comedor del palacio Hofburg, residencia oficial de los Habsburgo durante 600 años, es un poco más ambicioso en cuanto al servicio de comensales que podía incluir,140 miembros de la realeza. De la misma manera, la cocina exhibe los utensilios para preparar comidas y mantenerlas calientes ─todos los días almorzaban y cenaban 5000 miembros de la corte─; con sectores y recetas diferenciadas para los miembros de la corona, alta oficialidad y funcionarios, y el estado llano, a la hora de la yanta no todos comían lo mismo, a unos la pechuga y los muslos, a otros, los menudos.
En mi opinión, la cocina que se lleva las palmas es la del descomunal palacio de Topkapi en Estambul; en primer lugar, por la vista privilegiada desde la colina, donde se vislumbra el mar Negro hacia el este y el de Mármara hacia el oeste, sin contar cúpulas, torres y mezquitas de la ciudad que, como Roma y Lisboa, tiene 7 colinas. En el comedor real se preparaba la comida para el sultán y la familia y, siguiendo rangos, oficiales, funcionarios y estado llano turco. Muníficos, los sultanes superaron como anfitriones a Cornelius Vandebilt II y a los Habsburgo, por lo menos en lo que hace a vajilla, cristalería y cubiertos, más de 12.000 colecciones.
A lo largo de la historia, el poder de emperadores, reyes y autócratas se ha sustentado en las armas y afianzado en las cocinas ─mucho se ha escrito de los pantagruélicos banquetes de Stalin; al parecer, Hitler era más espartano, no se puede decir lo mismo de Göring─. Tras las expediciones que buscaban el dominio del tierras y océanos se albergaba la demanda de especias y té, uno de los motores de la exploración de nuevas rutas marítimas a partir del siglo XV: la ruta vía Cabo de Buena Esperanza para llegar a Asia del Sur y Asia del Este, por parte de los portugueses, el descubrimiento y conquista de América y la vuelta al mundo de Elcano.
Las cocinas de los palacios eran el brazo crucial del gobierno y donde se patentizaba el poder de los monarcas, revelaban su capacidad para administrar, poder y recursos; desde ellas, los médicos velaban por la salud de reyes y emperadores, allí los cocineros tenían un rango equiparable al de generales y mariscales. Fue el caso de François Vatel ─magistral la actuación de Gerard Depardieu en la película Vatel─, cocinero de Luis XIV e inventor de la crema chantillí, que se suicidó porque cuando preparaba una cena para varios cientos de personas no llegó el pescado que estaba esperando.
No solo los hechos de armas inspiraron a los escritores, también la cocina y la comida, inolvidables, en una minúscula analecta, la escena de la preparación del bucán en El siglo de las luces, o la manera como Ivan Denísovich, prisionero del Gulag, compendia su jornada exitosa, por toda la comida extra que consiguió a lo largo del día; o las ocas asadas con croquetas de papa que preparan Pablo Bauer y sus camaradas en Sin novedad en el frente; o la “Oda al caldillo de congrio” de Neruda.
Pero además, hablar de cocina también es referir a procesos creativos de escritores y plásticos, que se han nutrido con la obra de grandes autores y asimilado sus recursos y técnicas. Cocinar y todas las artes comparten técnicas análogas, se corta y se muele, se deja macerar en remojo hasta que el proceso creativo leude y cuaje, y con esta elaboración los escritores van tras las huellas de los marinos imperiales del siglo XV que, junto con misioneros y comerciantes, sortearon límites fronterizos, también los contrabandistas; todos, a su manera, ejercían la libertad. Y sus actividades, así como enriquecieron la alimentación y la comida ─a modo de referencia, dos cocinas americanas “típicas” por excelencia, la mexicana y la peruana no existirían si no fuera por el aporte de vegetales y ganado europeos, así como los itálicos polenta y pomodoro adeudan de América─. Luego de la apertura de Japón al comercio internacional en 1854, iniciativa tomada bajo el auspicio de los cañones de la flota del Comodoro Peary ─igual que Cornelius Vanderbilt I pero con charreteras de marino militar y pirata de armas traer, los mexicanos pueden dar fe─, las porcelanas japonesas llegaron a los Estados Unidos y Europa. Algunas de las porcelanas llegaban envueltas en hojas de papel con xilografías coloridas del arte japonés conocido como “Mundo flotante” (Ukiyo-e), que pronto fueron coleccionadas por pintores cautivados por la técnica que influyó en impresionistas, postimpresionistas y cubistas; así, en el famoso retrato de Zola hecho por Manet, el escritor aparece con una lámina Ukiyo-e en la pared y al fondo, un biombo japonés.
Estas representaciones también se nutren ─valga la redundancia─ con recursos similares a los cruces de cocina; se cooptan o aprovechan, se adoptan y se adaptan. Así Monet ─ahora con o─ en su cuadro La Japonesa (La Japonaise) muestra a su mujer, Camille, vestida con un kimono rojo con de detalles de rostros, aves y flores. Camille sostiene un abanico japonés y la pared detrás está tapizada de ellos. Detalle: Camille era morena pero Monet la pintó con pelo rubio, para acentuar su carácter de mujer occidental, pese a la influencia del Ukiyo-e. Algo semejante pasó con el tempura japonés, adopción de una técnica de fritura de la cocina portuguesa, empezando por el nombre.Tempero en portugués significa condimento.
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