Releyendo Retratos en miniatura de Lytton Strachey me encontré con un subrayado ─sin datar, lo cual me llevó al título de esta reflexión─ que, en estos momentos, adquiere un especial valor. El párrafo en cuestión dice que si le preguntaran la fecha en que había comenzado el mundo moderno, tal vez respondería que fue el 15 de julio de 1662, porque ese día se fundó la Royal Society y la ciencia definió, con rigor cartesiano, su lugar en la civilización occidental. Y esto me recordó a las periodizaciones que alguna vez estudié en la primaria y secundaria; abarcaban del paleolítico a la edad contemporánea.
El tema de las periodizaciones, o edades de la humanidad, siempre atrajo la atención de historiadores y hombres de letras; ya Ovidio en Metamorfosis define cuatro: Oro, Plata, Bronce e Hierro. Pero quien introdujo la idea de poner años como señal del cambio de edades ─y acuñó el concepto de periodizaciones, tal como lo entendemos hoy─ fue un profesor alemán de historia y retórica, Cristoph Keller (1638-1607), más conocido como Cristophorus Cellarius. Cristoforus Cellarius dividió la sucesión de acontecimientos de la humanidad en tres períodos: Edad Antigua ─desde los orígenes del hombre hasta el emperador romano Constantino, fundador de Constantinopla, ciudad de romanos que hablaban griego, en el año 324─, Edad Media ─hasta la caída de Constantinopla en 1453─ y Edad Moderna ─hasta el momento; su propia época.
El problema para datar las edades de la historia es la ignorancia sobre la fecha exacta de los acontecimientos previos al año 324: ¿cuándo se pasó de paleolítico al neolítico?, ¿en qué año de la edad de cobre se dio paso a la de bronce?, ¿y de ésta a la de hierro? Por Homero sabemos que entre el siglo VIII y VII a. C, convivieron bronce e hierro, más el primero que, forjado en armas, era el pasaje de ida al reino de los muertos. La aparición de la escritura permitió ajustar algo las fechas, porque su primer uso fue en registros contables y administrativos. La fantasía quedó relegada a la poesía y los relatos orales; el uso de la prosa estuvo condicionado, primero a la historia, que nos permitió instalarnos tranquilos en la fundación de Constantinopla, luego a la narrativa.
De nuevo frente a la categórica reflexión de Lytton Strachey, surge una pregunta: ¿algunos protagonistas fueron conscientes del cambio de edad que ellos marcaron? Tengo para mí que unos pocos sí.
Ciertamente el 29 de mayo de 1453, cuando Mehmet el Conquistador (Fatih) entró por la puerta de Andrinópolis y se dirigió hacia Santa Sofía era consciente que inauguraba una nueva era, y que él representaba la reencarnación de la nueva Roma, de allí el nombre que usó para coronarse: Kayser-i Rum (César de Roma, entendiendo por tal el Imperio de Bizancio). Supongo que también, los revolucionarios franceses eran conscientes de que se podía poner fin al derecho divino de los reyes y los poderes de los nobles, gracias al invento del doctor Guillotin, y escribir el borrador de las modernas democracias. No encuentro casos más destacables; hasta el presente, cuándo somos conscientes de vivir el paso a una nueva era.
Hoy estamos como en el final de la película El planeta de los simios, y el coronel George Taylor ─Charlton Heston─ descubre en la playa la Estatua de la Libertad, semienterrada en arena. Vivimos en un mundo distinto donde, según el historiador Eric Hobsbawm, hasta la duración de los siglos han sido alterados; porque, en su interpretación, el siglo XX empieza con la Primera Guerra Mundial (1914) y termina con la caída del muro de Berlín (1989).
Hoy la pregunta es: ¿cuántos hábitos, que tres meses atrás eran parte de nuestra realidad, han desaparecido? Muchos de nosotros abandonaremos el ceremonial de saludar a alguien del sexo opuesto con un beso en la mejilla ─o dos─; también lo pensaremos más de una vez antes de viajar de pie y apiñados en un transporte público. El barbijo, ¿formará parte definitiva de nuestra indumentaria, al igual que la “distancia social”? Tres meses atrás sentarse a la mesa con el teléfono celular prendido e intercambiar mensajes era el colmo de la grosería ─habitual y tolerada─; hoy: “el celular en la mesa, sí”. ¿Volverá la asistencia masiva a recitales musicales, partidos de fútbol o ceremonias religiosas?; actividades deportivas que requieren contacto físico como la lucha, el box o el judo, ¿se volverán a practicar? ¿Qué será de la profesión más antigua del mundo?, si ya en el Poema de Gilgamesh, el salvaje Enkidú, que vivía con las bestias e identificado con ellas, fue humanizado y educado luego de refocilarse con una ramera sagrada (hieródula), y Rahab, la de Jericó, una de las abuelas del Señor.
¿Saldremos mejores como individuos de esta pandemia? En la evolución de la ética, el espíritu y la solidaridad, somos apenas monos sin pelos y, según Carl Sagan ─en Los dragones del edén─ en nuestra estructura cerebral, el complejo reptiliano, que rige las conductas territoriales y jerárquicas, la agresividad y los actos rituales, es similar al de una mamba negra; Maquivelo en El Principe aconseja “actuar como las alimañas”, y entre nosotros circula la penosa frase “al amigo todo, al enemigo ni justicia”. Sabemos que la brecha ahora será tecnológica y digital, los pobres, irremediablemente, más pobres e ignorantes.
Ahora somos los protagonistas del final de la película El planeta de los simios, cuando el coronel George Taylor descubre en la arena de la playa la Estatua de la Libertad, y como él nos damos cuenta de que, sin cambio aparente, el mundo que conocimos ha dejado de existir. Se cumple la reflexión de Lytton Strachey. Y si, además, sobreviniera un apagón tecnológico, o una sequía prolongada, o una plaga de langostas, o una epidemia de la vaca loca, y con ellas la falta de información y alimentos, sobrevendrá la oscuridad, y, al igual que el comienzo de Historia de dos ciudades, viviremos en: “la edad de la sabiduría y de la tontería; la época de fe y la época de la incredulidad; la estación de la Luz y de las Tinieblas”. Y desde el fondo de las Tinieblas se levantará, la voz de un ciego, pidiéndole a la diosa que cante por su boca la cólera de Aquiles.
Porque, el origen de nuestra literatura, La Illíada, también comienza con una peste.