De Slawomir Mrozek (Polonia)
Durante la recepción nadie me hizo caso. A decir verdad fue el mismo anfitrión quien me abrió la puerta y se me dirigió con un amable «¿quiere quitarse la gabardina?», pero tuve la sensación de que esperaba a otra persona. Los invitados que habían llegado antes que yo me saludaron con un apretón de manos acompañado de expresiones como «mucho gusto» o «encantado», pero después volvieron a sus conversaciones interrumpidas. Cuando sirvieron a la mesa, la anfitriona preguntó: «¿Un poco más de ensaladilla?», pero sospeché que no se trataba de una propuesta en serio. Después de cenar, cuando el ambiente se volvió distendido y animado, decidí ofrecer un cenicero a una de las señoras, pero resultó que no fumaba. Empecé a contar un chiste, pero llegó un invitado rezagado, por lo visto importante, porque todos se levantaron para saludarle, y después ya nadie reclamó que terminara de explicarlo. Así que me senté en un rincón con la esperanza de que mi aislamiento voluntario intrigase a los presentes y me pidiesen que me uniera a ellos, cosa que no ocurrió. Por fin decidí utilizar un método contundente: abandonar la reunión, o al menos expresar la intención de hacerlo. Los anfitriones no trataron de retenerme cuando les hice saber que unos asuntos urgentes me obligaban a marchar antes de tiempo. Aunque el anfitrión dijo: «Lástima», no precisó en qué pensaba, de modo que podía haber sido: «Lástima que se haya quedado tanto tiempo.» Por su parte la anfitriona dijo: «Espero que se deje caer por aquí en alguna otra ocasión», lo cual sonó a algo así como: «Espero que se caiga por la escalera.» La puerta se cerró detrás de mí y me encontré en la escalera. Les di una última oportunidad y me quedé esperando aún media hora. Pero la puerta permaneció cerrada, nadie la abrió para llamarme. Salí a la calle y a paso lento-por si querían alcanzarme y rogar que me quedara con ellos-volví a casa. De madrugada me despertó el sonido del timbre de la entrada. Abrí la puerta. Frente a mí estaba el anfitrión de la recepción, que apenas unas horas antes me había despedido con tanta indiferencia. Parecía alterado.
-Todos lamentamos que se marchara tan temprano-empezó a hablar desde la entrada.
-No importa, me visto y vuelvo ahora mismo.
-Desgraciadamente los invitados ya se han ido. Usted fue el primero en salir, ¿verdad?
-Tenía mis razones.
-¡Exacto! Todos nos preguntamos por qué se marchó.
-Tenía un asunto por arreglar.
-No cabe duda. Pero llamó usted con ello la atención de todo el mundo. No se habló de nada más que de usted.
-¿De veras?
-Sí, había quienes querían ir a buscarle, pero dije que lo arreglaría yo personalmente. Al fin y al cabo, como anfitrión me siento responsable.
-Justo.
-Me alegro de que esté de acuerdo conmigo. ¿Para qué armar un escándalo? Arreglémoslo entre nosotros, entre usted y yo, sin testigos.
-Muy bien, no soy hombre que no sepa perdonar.
-Bien, pues, devuélvame el reloj.
-¿Qué reloj?
-No se haga el tonto. Usted sabe mejor que nadie que a uno de los invitados le desapareció el reloj.
-¿Y usted piensa que lo robé yo?
-¿Y quién si no? No sólo lo pienso yo, lo piensa todo el mundo.
Le abracé, aunque se resistía. No quiso celebrarlo conmigo y se fue amenazando con avisar a la policía. Pese a todo me sentía feliz. Siempre había sabido que era alguien, pero ahora por fin se habían percatado de ello.
|