Era primavera y algo en el aroma a césped recién cortado de los jardines del hospital me recordaba a mi casa. Tal vez porque en eso se había convertido para mí este lugar enclavado en medio de una ciudad a la que había llegado pocos meses antes y en la que todavía me sentía una extraña.
Entonces, por las mañanas, caminaba hasta un grupo de eucaliptos que marcaba el límite del terreno y después regresaba, despacio. A veces, tanto retrasaba el recorrido, entretenida en algún pensamiento, que tenía que volver corriendo para llegar puntual a mi trabajo. Después, ya en mi uniforme de enfermera, podía retener el perfume del paseo con unos pedacitos de hojas perfumadas que me metía en los bolsillos.
Fue en uno de esos días cuando descubrí que por detrás de los árboles brillaban unas ventanas. No las había visto antes, ni sabía que hubiese más construcciones en esa parte del terreno. Crucé entre los eucaliptos y encontré un edificio similar a los del resto del hospital. En la puerta de entrada, una placa de esmalte señalaba Pabellón E. Di unas vueltas, pero no vi a nadie y supuse que sería un depósito. Unos días después pregunté sobre ese lugar, pero recibí respuestas ambiguas y, de alguna manera, yo también pensé en otras cosas. El mal tiempo no favoreció las largas caminatas por el jardín y desde los ventanales de la sala donde atendía los enfermos solo se veían los árboles más cercanos mientras el resto se perdía en una niebla difusa, sin límites, extensa.
No sé cuánto tiempo pasó hasta la mañana en que retomé mis caminatas. Fue en ese paseo cuando ya casi regresaba, que volvió a perfilarse entre las ramas el mismo edificio y alcancé a ver algunas sombras que se movían detrás de los vidrios.
A la hora del almuerzo, regresé para ver de qué trataba. Atravesé el sendero hasta llegar a una puerta que abrí sin dificultad. Frente a mí, un corredor ancho y luminoso me invitaba a avanzar. Y a medida que así lo fui haciendo, comencé a sentir como mi cuerpo se iba fundiendo en cada pequeño azulejo blanco que revestía las paredes, ancho y asoleado, en una sensación de quietud, de liviandad, porque, mientras avanzaba, al mismo tiempo, se iba acallando todo sonido, incluso el de mis propios pasos. Así, etérea como una pluma, llegué ante una segunda puerta.
No tuve que tocarla, la puerta cedió, y entonces aparecieron un montón de ojos enclavados en cabezas redondas y perfectas. Transcurrió un instante, un espacio de tiempo en que no vi más que eso, hasta que en algún momento comprendí que estaba ante un grupo de viejos que sólo me observaban.
Entonces, por todos lados, esos ancianos, casi centenarios me rodearon susurrando mientras me llevaban por los cuartos mientras yo, a medida que los oía, me vaciaba más y más, deshaciéndome entre sus gestos casi infantiles, sus sonrisas y las competencias de sus abrazos. Al mismo tiempo, comencé a escuchar otro sonido que sobresalía por detrás de las voces de los viejos. No podía definirlo, ni reconocerlo. Los ancianos parecían no reparar en él tampoco, pero yo no dejaba de sentir su presencia persistente instalada en cada ambiente por el que transitábamos. No sabía si me molestaba, solo percibía que estaba ahí y era imposible no prestarle atención. Todo era tan extraño, como el sonido mismo, y no me animé a preguntar nada.
Cuando mucho más tarde, logré dejar el edificio, retuve esa vibración, ese sonido que a medida que pasaban las horas se empeñaba en crecer más y más, una voz que no lograba acallar dentro de mí.
Tanta curiosidad despertó la visita a ese pabellón que intenté encontrarle una explicación. Investigué en los archivos del hospital, pero la única información sobre un Pabellón E hacía referencia a una sala con la misma lera que había dejado de funcionara cincuenta años atrás. ¿Quién quedaba trabajando de esa época? Según los datos, además, todo se había reconstruido, sin ampliaciones posteriores. Nadie sabía de ese lugar y, por otra parte, todos estaban muy ocupados para prestar atención a mis preguntas. En los almuerzos me quedaba callada escuchando y pronto llegué a convencerme de que toda esta historia de los viejos había sido una ilusión.
De esa manera, las imágenes comenzaron a desdibujarse y esos ancianos un día se confundieron con los mismos que atendía en cuidados intensivos o con los que me cruzaba haciendo sus ejercicios por el hospital.
Lo único que quedó a resguardo dentro de mí fue el sonido como el recuerdo ancestral de una voz. Sabía que solo repetir la experiencia me llevaría a recuperarlo.