A veces le hubiera gustado animarse a más y así no vivir con esa sensación de sentirse tan poca cosa; a veces le hubiera gustado verse mejor y no lidiar cada día con su propia imagen, la de un sujeto invisible, casi insignificante. Haberse atrevido a otras cosas como, por ejemplo, viajar y conocer otros lugares. Cualquier cosa que lo llevara lejos de la rutina en la que se hundía sin remedio, del trayecto hasta la estación de tren y luego a la oficina.
No tenía consuelo pensar que lo mismo le ocurría, seguramente, a tantos otros hombres; la certeza de su propia experiencia era brutal, sentirse un mediocre y el mal de muchos, consuelo de tontos, como decía el dicho, de nada le servía. Que era lo mismo para él: nunca en la vida te ocurrirá algo memorable y un día, así como llegaste, te irás de este mundo sin llamar la atención y sin que nadie se dé cuenta.
Ni siquiera al finalizar la jornada,, cuando regresaba a su casa y se encontraba con Lucy, lograba dejar de lado ese sentimiento que lo obsesionaba: sentirse tan poca cosa.
Tal vez, pensaba, estaba marcado en su destino, ser un don nadie.
Se lo había confesado una vez a Lucy, pero ella en ese momento no le había contestado nada; solo lo había escuchado en silencio porque así era desde que la conoció, indescifrable. Desde hace un tiempo no lograba sacarse de la cabeza el recuerdo de la noche en que se animó a contarle, de esa noche cuando le habló de sus sentimientos. Era muy tarde. Lucy dormía a su lado y su respiración monótona y confiada, mientras él daba vueltas sobre el colchón, intentando inútilmente relajarse, tapándose y destapándose, incapaz de quedarse quieto en el desvelo de su preocupación, había empezado a enloquecerlo.
Entonces la había despertado tomándola por los hombros y, encendiendo la luz para que no se le escapara ninguna respuesta en la profundidad de esos ojos claros, la había levantado hasta hacerla poner de pie sobre las sábanas arrugadas. Y ese era el recuerdo que lo torturaba: ella oyéndolo desde esa altura impuesta, como una esfinge muda, sin responderle nada.
Una tarde, sin embargo, imprevistamente, algo cambió.
Fue en el tren de regreso a su casa, cuando de pronto y sin proponérselo, sus ojos se cruzaron con otros oscuros, tan negros como opacos, pero de hondura irresistible y, para su sorpresa, luego de esos segundos de intensidad, sumergido en esa mirada, logró olvidó el malestar de ese sentimiento que lo acechaba. Solo un momento, como una intuición leve pero maravillosa por ser la primera, en la que sospechó que tal vez si existía una esperanza y que algo de su destino podía ser modificado. Entonces decidió que debía tomarse el tiempo necesario para comprobarlo y desde esa tarde comenzó a experimentar. Empezó buscando en otras miradas; persiguiendo en otros ojos ese algo en que poder reflejarse. Esquivaba los claros que se le antojaban acuosos e insondables. Pero podía quedarse horas frente a los negros o los pardos, y ocasionalmente los verdes de pupila oscura e irisados. Ojos que no se resistían devolviéndole su propia imagen, hermosa figura, en el brillo de la mirada.
Cuando llegaba a su casa, buscaba a su mujer para evaluar el avance de su teoría.
Entonces comprobaba, finalmente, que eran solo esos ojos, los de ella, los que lo devolvían a la nada anterior, a la sensación de lo irreparable, a la angustia.
Decidió dejar de mirarla para poder seguir viviendo y por un tiempo creyó que con eso bastaría. Mientras tanto, no perdió el tiempo y mantuvo relaciones diarias, contactos directos con otros ojos, cualesquiera, no importaba; ojos que lo hacían sentir diferente, un hombre completo como nunca antes había imaginado.
El problema era en su casa; cada día se le iba haciendo más difícil mantener la cabeza baja para esquivar la visual de Lucy y comenzó a sentirse abrumado por esa obligación de estar haciéndose el distraído mientras le hablaba.
Era demasiado trabajo, demasiada tensión y exigencia.
Por eso, comenzó a pensar que debía tomar una medida más drástica. No bastaba con tratar de alejarse de ella, sus ojos claros y silenciosos siempre serían un estorbo en su camino. Debía alejarla.
Comenzó a planear de qué modo en la oficina, luego de que aquellos ojos negros lo mantuvieran en vilo toda la mañana. Fue masticando la idea en el tren de regreso y para concentrarse en el plan -era urgente tomar una decisión, se impuso- había evitado cualquier mirada que pudiera hacerle perder el rumbo de sus ideas.
Al abrir la puerta de su casa, ya estaba preparado.
El primer imprevisto, sin embargo, y el que de algún modo alteró el curso de su plan, fue el olor que lo recibió al abrir la puerta de entrada. Provenía de la cocina donde la cacerola crepitaba sobre la hornalla. ¿Dónde estaría Lucy?, se preguntó mientras levantaba la tapa.
El aroma inconfundible a pollo dorado, crujiente y con seguridad jugoso en las entrañas, cocinándose a fuego lento, empezó a jugarle una mala pasada haciéndole olvidar por unos instantes de su objetivo hasta que su mano recordó dentro del bolsillo del pantalón el motivo por el que había regresado a su casa.
Tapando entonces la olla, volvió sobre sus pasos llamándola; primero con calma, enseguida, a los gritos. Ofuscado por la búsqueda de su mujer, no pudo esquivar la pequeña mesa que había quedado tras su espalda. Con el golpe, una botella de vino y una copa, solitarias y expectantes, exhalaron un sonido leve pero insistente al chocarse. Era como ese roce que despierta las ganas, una invitación a la que es imposible resistirse. Y sintió además sed, en esa confusión de olores que se le mezclaba con la ira o con la impotencia por no encontrarla,
¿Dónde estará esta mujer?, volvió a preguntarse mientras abría con urgencia el vino. La primera copa le alivió la sequedad de la garganta y pronto dio cuenta de la segunda. La tercera la tomó mientras se quitaba el saco y se aflojaba la corbata porque de pronto, quizás por la combinación asfixiante de la hornalla y los vapores del vino, sentía además un calor abrasador.
Así que sin soltar la botella, caminó hacia el balcón para buscar aire.
Mientras tanto seguía pensando en que debía encontrar a Lucy e intentó girar hacia el dormitorio, pero ya las piernas no le respondían bien y buscó donde sentarse. Apenas atinó a apoyarse en el borde del sillón cuando el cuerpo se le dobló por el ardor en el estómago y fue incapaz de contener en la boca la arcada.
De pronto, todo se le hizo extraño, irreconocible, incluso la botella semivacía que seguía sosteniendo en una de sus manos. Por eso no supo cuando la soltó ni escuchó el ruido del vidrio al romperse contra el suelo, aunque sus ojos pudieron seguir con claridad el surco bordó que le manchaba los zapatos.
Cuando comenzó a desplomarse, lo hizo de costado.Entonces su cintura rebotó, junto con la culata de la pistola sobre la mesa de arrime, al caer al suelo.
¡Sólo un mediocre!, llegó a pensar al escuchar el disparo que se anticipó a su muerte. Sólo un mediocre, un reflejo vacío en los ojos que se asomaron en la cara de su mujer.