Permanecemos porque
no sabemos
qué otra cosa hacer.
Amarradas,
desconociendo
el sin sentido.
A ciegas,
insensibilizadas.
Aisladas.
En la vorágine,
buscamos
aquello
que alimente
el tiempo perdido,
(las causas nobles siempre reciben
el visto bueno).
Porque estamos
para eso,
para sostener
mientras
el desgarro
llega
por dentro,
silencioso y brutal,
como
el de la muerte.
Permanecemos
por esa
determinación
obstinada
de nuestros genes
por proteger.
Entonces permitimos.
No se habla
de algunas cosas;
para otras,
tampoco bastan las palabras.
Así la encuentro, tendida en el cuarto pequeño, su cuerpo expuesto a la humillación, los ojos hinchados y secos bajo la luz blanquecina. Su rostro apoyado sobre la almohada es un manchón gris. Nuestras cabezas, que se han acercado en el beso, se estiran en una misma sombra alargada y esa intromisión oscura de pronto ocupa todo el espacio. Al advertirla, con espanto, me retiro hacia atrás aunque la sombra se demorará un poco más en desaparecer, tal vez incluso no lo hará esta noche nunca del todo y un resto suyo quedará anclado a un rincón de la pared.
Permanecemos
¿por qué no
nos damos
cuenta?
Cuando
la tolerancia,
esa palabra
mal aprendida
en la infancia.
Un mandato
ancestral,
antiguo,
perverso.
Vivir para sufrir, sufrir viviendo.
La noche transcurre lenta; el aire enviciado obliga a abrir cada tanto la puerta y la luz helada que proviene del pasillo agranda esa rendija que me comunica con el afuera.
No se ha quejado, casi.
Tampoco hemos dormido.
Cada tanto un suspiro o algo parecido a una exhalación señala ese dolor que proviene de tan adentro y le retuerce las tripas.
Sufre, no se queja,
pero sufre.
Sometimiento,
el juicio anulado
por la indecisión.
La duda, siempre
la duda, royendo las entrañas
llegando al corazón.
Aun así, permanecer.
A media noche me pide agua y me acerco a los labios resecos. Han perdido el color, las comisuras desdibujadas son una grieta en su cara. Comprendo que le va a ser imposible tragar. Busco una gasa que empapo bajo la canilla y se la acerco, despacio. Mis dos manos hacen una cavidad bajo su mentón; como un cuenco, pienso, incapaz de contener tanto vacío.
Discriminación.
Explotación.
Esclavitud.
La culpa.
De madrugada, las primeras curaciones que vienen a hacerle me expulsan del cuarto. Camino por el pasillo sofocada por el cansancio y los pensamientos que duelen tanto como sus heridas. Siento las piernas entumecidas por la duermevela pero me obligo a avanzar. Necesito sentir que la sangre recorre mis arterias y oxigena los músculos adormecidos. Camino para intentar dejar de pensar,
Culpa por existir,
y ser la fuente
de todos los pecados.
me alejo hacia allí como sonámbula, escapando de esa isla en que se convirtió la noche, del encierro de ambas, del silencio de la cama, del dolor de las paredes y esa pesadilla que no abandona. Camino arrastrando los pies, cruzando mi sombra con las que asoman desde otros cuartos, los mismos ojos cansados, las mismas manos inútiles estrujando un pañuelo;
culpa por vivir.
al regresar, lo hago muy despacio. Son los ojos los que atraviesan primero el umbral de penumbra y son ellos los que la buscan. Su presencia me transmite la certeza de que he regresado.
o quizás es
lo que creemos,
Un mechón de pelo le cae sobre la frente y con cuidado lo acomodo hacia atrás uniéndolo al resto que se extiende como un manto dorado sobre la almohada. Mis dedos acarician una vez más su frente y luego me siento hasta
la culpa
creer que
es también culpa nuestra.
que la mañana se instala en la ventana.
La mañana desnuda
los colores de la
violencia,
y ambas perdemos las sombras
los hilos
por los que se desangra
su inocencia.
Un rayo de luz se aproxima hasta su cama sin animarse del todo a trepar por su cuerpo y mi brazo se desliza por esa ruta luminosa hasta dibujar una caricia difusa sobre sus piernas,
tal vez cansada o derrotada
por tanta claridad,
por primera vez
y junto a ella,
lloro.