La habitación era tan gris como sus ojos; en una de las paredes, un espejo con marco dorado reflejaba una acuarela ordinaria. Sobre la cama, las sábanas revueltas; en la mesa de luz, el vaso con restos de whisky y una gaseosa.
Una pausa. Tal vez retener la respiración para intentar recordar y poder preguntarse cómo había llegado ahí.
Ese domingo se había despertado temprano. Descalza había caminado hasta la cocina abrumada por la tranquilidad silenciosa de su casa repitiendo los hábitos solitarios: preparar el café, el jugo de naranja, una tostada; en la radio, algo de jazz. Luego, los ojos, asomados al balcón, se le habían perdido por un instante en el horizonte y en el casi azul del río.
Después, simplemente, distraída, había dejado correr las horas.
Cerca del mediodía, había decidido salir a caminar dejándose llevar sin rumbo fijo, sin detenerse hasta que llegó al mercado de la plaza.
Después de un café, había recorrido una y otra vez el caminito entre los puestos de esa feria de domingo.
Entonces fue que, aguardándola entre unos mocasines de gamuza y algunas carteras rústicas, lo vio.
Te estaba esperando, creía recordar que él había dicho aunque también podía haber sido otra la expresión.
Enseguida y, quizás porque nadie se lo decía hacia tiempo, le creyó, la piel sin saber porqué en ebullición. No supo qué responder al gesto de invitación del otro lado de la mesa, pero cuando las manos de ambos se atropellaron sobre un cinturón de cuero, sonrió y tal vez por eso él se había animado a decirle, como si la primera vez no hubiera sido del todo claro, que la estaba esperando.
Recordó entonces que esas palabras habían quedado suspendidas en el aire, que casi las pudo ver flotando a su alrededor, como esas maripositas de polvo que revolotean en un cono de luz, envolviéndola con una inexplicable calidez.
Eso es lo que había sucedido ese mediodía.
Hasta ahí recordaba, hasta ese instante casi mágico.
Se quedó esperando, tal como él le había dicho o insinuado, opacando todo lo demás: las manos entrelazadas de los caminantes, los olores, el sonido de las campanas de la iglesia que sonaban a destiempo.
Porque todo se desdibujaba en esa nueva realidad paralela que como una neblina, por momentos vaporosa, la cubrió en el banco de plaza donde se sentó a aguardarlo.
Más tarde fue irse juntos.
Me esperaba, se decía convencida al atravesar junto a él un barrio desconocido, maravillada por esas palabras que habían sido pronunciadas casi como un juego y que ahora la transportaban lejos.
Del puesto de la plaza al hotel, un trayecto de ida sin regreso.
Quizás el inicio de una melodía.
Entregó, dio, regaló.
Unas horas después lograba por fin desanudarse del brazo que la amarraba a la cama y sentada en el borde del colchón, con los ojos cansados recorría las paredes de ese cuarto.
Fue haciéndolo lentamente, casi como con esfuerzo, o con el desaliento de un despertar sin sorpresas.
Los ojos vagaron por las paredes y quedaron atrapados en la pintura duplicada en un espejo. No giró la cabeza para comprobar si era cierto que en la otra pared alguien había pintado tules y zapatillas en punta, rombos blancos y negros para un disfraz pálido.
Al contrario, su cabeza se inclinó hacia su hombro y su mano tocó las sabanas revueltas, evitó la sombra de las piernas dormidas y el resto que en desorden caía hacia el otro costado de la cama. Descubrió también el jean gastado, la remera desteñida y las huellas de whisky en el vaso sucio.
Melodía desafinada.
Entregó, dio, regaló
Ofreció, concedió, se perdió.
Despacio terminó de colocarse los zapatos, se acomodó la pollera y salió del cuarto para perderse por el pasillo donde creyó escuchar los acordes imprecisos de un piano. No se detuvo por eso ni para mirar hacia la puerta que abandonaba, indiferente a la huella que el resto de pintura olvidado en sus pies iba dejando, inevitable, al marcharse.