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27 Yo sé que la poesía es imprescindible, pero no sé para qué. Jean Cocteau   por   puntoedu
 
 
MiguelOrtemberg 6/4/2018 | 12:02:45 a.m.  
 
LA ÚLTIMA CENA
Miguel Ortemberg escritor argentino
Tags:
  literatura   literatura latinoamericana   relatos   poemas   poesía   Miguel Ortemberg   escritores argentinos   novelas de escritores argentinos
 

Cuando dejó de hablar por teléfono, Eva, en vez de sentarse sola, se acomodó en mi silla, «media res cada uno», se cruzó de piernas y yo le entretejí una mano entre los muslos; mi hermano y Martita saludaron y se fueron; nos quedamos charlando cosas cotidianas. Hablábamos como si fuese una reunión más, como si no pasase nada extraordinario. Sin embargo, mientras lo hacíamos sentíamos cosas; había dos aguas: una dulce, la otra salada; existían dos planos: uno con luz, otro con sombra; se manifestaban dos realidades sensibles: una fenoménica, otra interior; pero de esa aparente dualidad surgía una sola verdad, un único espacio existencial, el de nuestra voluntad de acompañarnos y ayudarnos a hacer vivible esa circunstancia.

La luz de la cocina arrancaba al setenta por ciento de su altura. Un viejo farol de plaza pública dejaba descender la luminosidad líquidamente, reflejándose en nuestros rostros y manos; generando sombras sobre el mantel, detrás de los vasos, del mate, de la pava...

Había luz y sombra; farol hacia arriba, noche; farol hacia abajo, día, y en los alrededores atardeceres, anocheceres...

El mate se fue enfriando, la yerba se lavó, las palabras se gastaron y presentimos el final...

Se despidieron de a uno prometiendo reuniones, invitaciones, regalos, deseando realidades azarosas y poco probables. Fantasías que nos ayudan a vivir. Pero, atrás, todos sabíamos lo que estaba sucediendo.

Cerramos la puerta y nos quedamos en el pasillo. Su cuerpo apoyado en mi cadera y el mentón sobre mi hombro respirándome en la oreja izquierda, los brazos rodeándome cálidamente la cintura. Teníamos temperatura suficiente. Nos miramos a los ojos cuando giré la cabeza y respiramos el mismo aire. Nos clavamos en el centro de gravedad espiritual del otro y la tomé en mis brazos levantándola del piso; ella se abrazó a mi cuello, y volvimos caminando por una vereda interior que olía a madreselvas, por la plaza desierta del otoño.

Tres metros cincuenta, el largo del pasillo, un monte trepado con garra hasta la cima, hasta el refugio, y llegamos a la cocina. Eva me preguntó si quería comer algo, le contesté que sí. Como no teníamos mucho hambre cenamos un té y el pedazo de bizcochuelo que había sobrado.

Ella fue al baño y yo retiré rápidamente la mesa, lavé lo poco que se había ensuciado y puse un mantel rosa con pintitas blancas y motivos florales que usábamos para las fiestas, cargué la pava y la acerqué al fuego; fui hasta la pieza y me cambié la ropa, tenía ganas de estar bien vestido. Elegí un pantalón de corderoy marrón, una camisa a cuadros sobre la camiseta de frisa y me cambié los zapatos.

Cuando volví a la cocina la pava silbaba largando abundante vapor. Sequé dos cucharitas que estaban en el escurridor, las tazas, los platitos; corté rodajas de limón; apoyé dos servilletas del juego a la derecha de las tazas; corté varias porciones de torta y las acomodé prolijas, superpuestas como naipes sobre un gran plato playo con dibujos de colores. Busqué el té en saquitos en la alacena, azúcar en terrones, una jarra con agua fresca y vasos. Después de acomodar todo, apagué la luz principal; la mesa quedó iluminada por el farol colgante. El resto de la cocina, en penumbras. Llené una vieja tetera de porcelana con agua hirviendo, puse dos saquitos adentro, la apoyé en la mesa y me senté.

Eva no tardó mucho más. Se había retocado las mejillas con rubor y las pestañas con rimmel; también su pelo estaba distinto. Suelto, brillante, renegrido. Quedamos sentados en la mesa circular uno enfrente del otro.

Preparé la cena: primero puse azúcar, dos terrones en cada taza, luego volqué el té que se fue enturbiando al derretir el azúcar y le alcancé una taza. Ella la recibió con una mano y con las uñas de la otra rozó la mía.

Bebimos y comimos torta. Nos mirábamos, nos sentíamos, el espacio estaba todavía cargado con el eco de las voces de los amigos. La sensación de bienestar permanecía, levantábamos las tazas, arrancábamos con los labios enrojecidos sorbos pequeños del té que hervía, atravesando con la mirada el vapor ondulante. Masticábamos la textura esponjosa, dulce de vainilla y ácida de limón del bizcochuelo, tragábamos empujando con la lengua hasta la garganta y nos mirábamos el uno al otro el cuello viéndolo bajar.

Parecíamos un avión tratando de frenar con paracaídas, sabíamos que se nos terminaba la pista y disfrutábamos. El farol aumentó su luminosidad por voluntad propia y una catarata de luz nos empezó a mojar la ropa desde arriba; y una especie de calentura, de ganas de fundirnos como metales derretidos en una misma tolva nos invadió el cuerpo y fue ascendiendo desde los pies hacia los genitales. Sabíamos que estábamos y no estábamos, que disfrutábamos y sufríamos. La melancolía tironeaba, el dolor convocaba, la ansiedad quería insinuarse; pero el placer de sentirnos triunfaba, el estar juntos se imponía. El amor nos envolvía impregnando todos los objetos.

Irradiábamos por los poros de la piel y de la ropa, por los ojos y las manos, por los gestos y los brillos, nuestro deseo de vivir despacito aquella escena que los dos habíamos preparado: vestuario, luz, maquillaje, guión, escenografía.

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Miguel Ortemberg Miguel Ortemberg

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