Tengo pendiente la (re)lectura de Don Quijote de La Mancha, en la edición de dos volúmenes dirigida por Francisco Rico. Una cueva de Alí Babá de 2500 páginas.
Ciertamente esta singladura tendrá otras derivas; porque, previo a iniciarla, deberé transcribir las anotaciones hechas en la -veterana y aún vigente- edición de Aguilar. Ocurre que las lecturas de un clásico -gloso a Calvino “un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir”- y más este, ya con cinco siglos, es la historia de sus cicatrices y procedimientos de lectura, propios y ajenos -imposible no suscribirse a otras opiniones-; esto incluye distintas ediciones o puestas al día de su lenguaje.
Entonces la historia de una obra maestra resulta, además, en la historia de sus operaciones, injertos, trasplantes y suturas, muchas de manos de sus creadores. En pintura se llaman pentimenti (arrepentimientos) a las correcciones que el artista hace sobre su propia obra y no siempre consigue disimular. Ignoramos cuántas enmiendas hizo Cervantes sobre sus manuscritos, no tenemos los borradores como los hay, entre otros, del Ulises de James Joyce.
Volver sobre un buen libro ya transitado es como regresar a un cuadro; el mejor ejemplo que me acude es Las Meninas, ver el lienzo es contemplar una obra desde la que nos contempla el pintor cuando lo observamos, las miradas se cruzan; el creador nos interpela en la medida que nos cruzamos con su relato. Otro tanto ocurre al revisitar a Cervantes y las andanzas del caballero de la Triste Figura, sus quiebros y requiebros.
En el capítulo XXIII de la Primera Parte de Don Quijote de la Mancha, previo a la seguidilla de historias que se sucederán, vemos cabalgar al caballero y Sancho sobre Rocinante y el rucio y así lo acompañamos en sus andanzas hasta el capítulo XXV. Pero, al final del mismo, el de la Triste Figura le pide unas hilas a su escudero y este responde que le han robado el asno con todo lo que llevaba en él; detalle que Cervantes omitió relatar; pero, más adelante, el escudero continuará montando en su asno; sin contarnos cómo lo recuperó.
Ya en la segunda parte, aparece el pentimento cervantino, cuando el autor “restaure” su narración. En el capítulo III se hallan reunidos don Quijote, Sancho y el bachiller Sansón Carrasco comentando asuntos sucedidos en la primera parte del Don Quijote…; entre ellos, el bachiller alude al olvido de indicar que a Sancho le habían robado su asno y que dicha falla los lectores la atribuyen al autor: “…a causa deso es que, como las obras impresas se miran despacio, fácilmente se veen sus faltas, y tanto más se escudriñan cuanto es mayor la fama del que las compuso”.
Más adelante Sansón Carrasco concluye: “pues se le olvida de contar quién fue el ladrón que hurtó el rucio a Sancho, que allí no se declara, y solo se infiere de lo escrito que se le hurtaron, y de allí a poco le vemos a caballo sobre el mesmo jumento, sin haber parecido. También dicen que se le olvidó poner lo que Sancho hizo de aquellos cien escudos que halló en la maleta en Sierra Morena, que nunca más los nombra, y hay muchos que desean saber qué hizo dellos, o en qué los gastó, que es uno de los puntos sustanciales que faltan en la obra”.
Ya de restaurar palabras y sentidos se encargará un protagonista de Cien Años de Soledad: “Fue Aureliano quien concibió la fórmula que había de defenderlos durante varios meses de las evasiones de la memoria. La descubrió por casualidad. Insomne experto, por haber sido uno de los primeros, había aprendido a la perfección el arte de la platería. Un día estaba buscando el pequeño yunque que utilizaba para laminar los metales, y no recordó su nombre. Su padre se lo dijo: ‘tas’. Aureliano escribió el nombre en un papel que pegó con goma en la base del yunquecito”. Pronto su padre y el resto de Macondo cayeron víctimas de la misma peste; la solución fue pegar carteles en animales y plantas: “Así continuaron viviendo en una realidad escurridiza, momentáneamente capturada por las palabras, pero que había de fugarse sin remedio cuando olvidaron los valores de la letra escrita”.
Además, restaurar es una manera de reinterpretar, labor que realizan los traductores desde la realidad de su idioma e idiosincrasia. Don Quijote… pasó, siempre hidalgo, por operaciones de malas traducciones o adaptaciones infantiles. Quizá la versión más poética, y un homenaje, sea Historia del caballero encantado de Lin Shiu (1852-1924).
Hijo de una familia de comerciantes, Lin Shiu se dedicó a estudiar clásicos chinos, primero con profesores y luego en forma autodidacta. En la última década del siglo, su amigo Wang Souchang que había estudiado derecho en París y hablaba francés e inglés, lo convenció de traducir juntos textos de literatura europea. El primer trabajo fue la versión en chino de La dama de las Camelias, Wang Souchang dictaba su traducción al chino y Lin Shiu le daba forma literaria. Tras la muerte de su amigo, Lin Shiu, ya escritor consumado, buscó otras personas que lo ayuden en sus versiones acordes a la tradición cultural del Celeste Imperio y se relaciona con Chen Jialin.
“Con la iglesia hemos dado, Sancho”, dijo el de la Triste Figura. Chen Jialin no sabía español, y dio con una versión en inglés de Don Quijote…, fascinado con la historia se la tradujo a Lin Shiu. El resultado: La historia del caballero encantado (Moxia Zhuan, 1922). La versión de la primera parte de Don Quijote… en una China Imperial, entre mandarines, refranes chinos y monjes.
Moxia Zhuan, un clásico en la definición -décadas después- de Ítalo Calvino, que habría hecho las delicias del Manco de Lepanto y, con certeza, la habría restaurado al momento de contarnos las andanzas del ingenioso hidalgo.
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