Hace un par de días vi por Facebook la caricatura de un humorista: un vagón de subterráneo con la gente, sentada y parada, leyendo en las pantallas de celulares. En la pared, encerrada en un círculo rojo con una línea diagonal, la silueta de una persona con un libro abierto. Por mi experiencia en transportes públicos esa caricatura es absolutamente veraz, lo mismo en salas de espera, plazas y todo tipo de colas, salvo dentro de los bancos.
Estoy suscripto a Facebook y Twitter, lo cual me haría blanco del dardo de esa caricatura pero, intuitivamente, me he refugiado en el segundo y, a raíz de estas líneas que escribo, busqué las diferencias entre las dos -¿de qué otra manera podría ser?, en la pantalla de mi notebook-. Una de las respuestas que me pareció razonable, en base a vivencias, es que la primera es una red social basada en la promoción de las marcas o personas, la segunda, ya es una red social basada en la promoción de los contenidos a través de su difusión y viralidad ilimitada. Estos saberes y autoconciencia, no me inmunizan del uso de la pantalla.
Para la RAE la “pantalla” tiene trece acepciones, las que usamos todos los días y una, que había olvidado, alude en tono de chanza, a las orejas grandes, y que hoy están bajo la pantalla de protección de lo “políticamente correcto”, puede ser una forma de bullying.
Quien tenía unas orejas como pantallas era The Yellow Kid (el niño amarillo) caricatura calva de sonrisa bobalicona y dientes torcidos que dio nombre a la llamada “prensa amarilla”, que apela al escándalo y a la exageración. De prensa amarilla deriva el sustantivo amarillismo, técnica a la que recurren personalidades, de la farándula y no, para promoverse y no perder cartel. Desde una artista y cantante influencer declarando en las redes que lo primero que coloca en su cartera de viaje es un satysfier, o mostrar colecciones de autos obscenamente caros o propiedades obscenamente decoradas montadas solo para ser exhibidas en revistas del corazón, de los que es conspicua protagonista una fauna variopinta: deportistas, Harry y Meghan, el coleccionista de arte Eduardo Costantini, y la Preysler quien, durante ocho años, supo ser “amor de pichula” -palabras textuales del escritor en su amarillista cuento “Los vientos”-. Todo este amarillismo culturoso ya pasó, en los años del nacimiento del Yellow Kid, por la mesa de vivisección de Thornstein Veblen en su Teoría de la clase ociosa.
Vuelvo a las definiciones de la RAE, que no difieren en mucho de las del Merriam Webster en inglés para screen, salvo que agrega dos acepciones, como verbo: proteger; como sustantivo: “filtro” -aunque nosotros usamos los filtros o pantallas solares para protegernos de la radiación ultravioleta-. No obstante, las otras pantallas, que nos atrapan todos los días, también tienen protectores de pantalla.
Hoy domingo 12 de febrero, cuando entré en el diccionario de la RAE vi que la palabra del día es “biopic”, para definir el género de películas biográficas, aunque por las pantallas vemos otra forma de hazañas -no ejemplares, precisamente- en los reality shows al estilo de nuestro Gran Hermano, del cual hasta los periodistas radiales más serios no se abstienen de comentar. El nombre de este reality, cuyo título surgió de su mentor sajón Big Brother, está tomado de la novela distópica 1984 de George Orwell, en ella el Gran Hermano es el líder de una sociedad distópica de la que todo ve. A su vez, Orwell inspiró su Gran Hermano en El Bienechor, el dictador de la novela Nosotros (1920) -donde la gente vive en casas de vidrio y sin cortinas- del escritor ruso Yevgueny Zamiatin, libro cuya publicación estuvo prohibida en su país durante más de 60 años.
Estar en las redes es colocarse bajo la mirada de alguien, conocido o no, que nos vigila y que sabe sobre nosotros, y lo que digamos o hagamos quedará allí, por más que borremos nuestros comentarios; ese alguien puede haber hecho una captura de pantalla, para hacerla pública cuando lo crea oportuno. Aunque los protagonistas y el ganador las series de Gran Hermano, suelen atravesar la cuarta pared y ser proyectados a la vida real como influencers o artistas en ascenso, un salto de pantalla de la ficción a la realidad; allí actuarán e interactuarán a la espera de volver a ser instalados de nuevo en la pantalla.
Durante la depresión de los ’30, la industria cinematográfica tuvo un crecimiento exponencial ya que el único escape de los más golpeados era la pantalla de cine. Así, en La rosa púrpura del Cairo, la protagonista, una camarera frustrada, va a ver el film homónimo innumerables veces. Allí, el protagonista, un rico y famoso, pasa unas vacaciones en un Cairo tan exótico como lo permite la ficción del celuloide; pero un día, el rico percibe a la camarera que todas las semanas lo va a ver, se enamora de ella, sale de la pantalla, recorren juntos la ciudad y la invita a sumarse a su viaje por el Cairo.
La vida imita al cine, siempre quise hacer un curso de piloto civil, límites económicos al principio y cuando pude me di cuenta de que mantener ese sueño incumplido era más valioso que realizarlo. Pero eso no me impide ver películas bélicas relacionadas con la aviación. Por mi carácter ciclotímico, propenso a grandes aceleres y grandes bajones, me identifico con las películas en portaaviones, por los violentos decolajes y aterrizajes, con ayuda de catapultas los primeros, ganchos de cola, los segundos. Todo esto debido a la reducida pista de los portaaviones. En los dos últimos meses a raíz de Top Gun: Maverick, volví sobre su predecesora: Top Gun; trascartón fue Midway, la versión de 2019, y volví sobre la homónima anterior de 1976, menos rica en efectos especiales pero con un elenco que es un Dream Team: Toshiro Mifune, Henry Fonda, Glenn Ford, Robert Mitchum y James Coburn.
Como en un reality show, la realidad copia de la pantalla. Ayer sábado con el título y el tema de esta nota dándome vueltas en la cabeza, buscando como cerrarla -nunca empiezo hasta que no tengo una idea de la estructura y como termina-, hice un alto. Fui hasta la fábrica de pastas, a dos cuadras de casa, para comprar los ravioles del hoy, al llegar a la calle Borges, una nena, menudita, largo pelo renegrido, crocs esmeralda fluo, acelera, como impulsada por una catapulta, para cruzar la calle. Sin apurarse la madre, menudita, que va atrás de ella le grita: “Si no te parás allí donde estás, te agarro de los pelos y te regalo a una señora”. Como frenada por un gancho de cola la nena se detiene. La madre la alcanza y toma de la mano, me mira, sonreímos.
Le hago notar que la nena tiene los crocs cambiados de pie.
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución – No Comercial – Sin Obra Derivada 4.0 Internacional.
|