El 22 de julio pasado, Bhagwant Mann, primer ministro del estado de Punjab, bebió, frente las cámaras, agua del riachuelo Kali Bein, para demostrar que “es apta para el consumo”. Ocurre que el riachuelo está contaminado por desechos y aguas residuales de pueblos vecinos, pero es considerado río sagrado para los sijs. Las imágenes que aparecieron al momento de la bebienda revelan la cara de Bhagwant Mann luego de, por decirlo de alguna manera, superar el mal trago y no muy convencido de su proceder. Los hechos le dieron la razón; terminó internado en Nueva Delhi por una infección estomacal.
Por estos lados tenemos nuestro riachuelo, no sagrado, al que María Julia Alsogaray, cuando secretaria de Asuntos Naturales y Ambiente del presidente Menem, auguró el 4 de enero de 1993: “En mil días vamos a poder tomar agua del Riachuelo”, hoy, 12 de diciembre 2022, llevamos 10,934 días de aquella declaración, con el interregno de otra proclama, igualmente auspiciosa, hecha 20 años después. En septiembre de 2013, Juan Cabandié candidato a diputado nacional, recorrió las obras en el Riachuelo y celebró: “ya se ven bancos de peces”, y aprovechó para criticar a la gestión del gobierno de la ciudad, opuesto a su partido. Seguramente Cabandié, anticipándose a Bhagwant Mann, bebió agua de nuestro no sacro riachuelo, aunque sin secuelas infecciosas; sí alucinatorias. Hoy la cuenca Matanza-Riachuelo es la más contaminada de América Latina y la tercera del mundo.
Básicamente hay dos tipos de aguas contaminadas: negras y grises. Las primeras, o aguas servidas, contienen restos cloacales, residuos vegetales y animales, grasas, aceites y materia inorgánica, que pueden ser sólidos pequeños o grandes: telas, plásticos, y compuestos químicos. Estas aguas, de altísimo efecto contaminante, por agentes químicos o biológicos, si son tratadas, permiten recuperar y reciclar parte de los desechos, pero ya no son aptas para el consumo. Las aguas grises son las que se producen al ser usadas por los humanos en su vida cotidiana; provienen del desagüe de duchas, bañeras, lavadoras y lavavaplatos. Por lo general contienen jabón y pequeños residuos sólidos, poseen un nivel mucho menor de contenido fecal, y una carga de contaminación notablemente baja si comparadas con las aguas negras. Esto las convierte en ideales para el reciclaje y consumo.
En el último viaje de diez días a la CDMX, Ciudad de México, que no visitábamos desde el 2016, cuando se llamaba México D. F., nos reencontramos con el mismo panorama, el olor poco grato que sale de las alcantarillas o de algunos parques a la hora en que los aspersores riegan la vegetación. Detalle insignificante frente a las ofertas culturales ─entre otras, ¡maravilla!, las librerías, sin cepo a la importación de libros─, gastronómicas y las perlas del habla coloquial mexica.
Luego de recorrer por seis horas y ocho kilómetros el querido barrio de Coyoacán, a la búsqueda de conocidos centros culturales, arquitectura, fuentes, mercado de artesanías, “nuestra heladería” ─y mis gustos favoritos, maracuyá y mamey─, traemos regalos y nuevos recuerdos. Entre otros, pese a ser día laboral, la calma de las plazas, gente de diversas edades paseando, en ritmo lento de siesta provinciana, bajo el frescor de los árboles y arrullados por la música de los organilleros que, como todos en la ciudad, visten uniforme color caqui: pantalón, camisa con charreteras y gorra de plato; pero aquí no se les llama organilleros sino “cilindreros”, como dijo una joven al pasar a su amiga «escucha al cilindrero, está tocado María Bonita», sentado cerca en el banco de la plaza un joven habla por su celular: «amor, ¿puedo platicarte algo?».
Desde el Zócalo empezamos visitando la Catedral, seguimos hasta el Museo Palacio de Correos y de allí al Museo Nacional de la Estampa para ver, una ya agendada exposición del maestro Francisco Toledo. Tres días después, la segunda visita nos llevó, tras recorrer Alameda Central, al Museo de Arte Popular, en una esquina frente a un cuartel de Bomberos, espectacular edificio Art Decó, con un patio interior cuadrado y cubierto por un techo encristalado, cuatro pisos con barandas miran hacia patio, todas las barandas con alebrijes o coloridos muñecos ─muchos antropormorfos─ de figuras de animales y aves.
La historia fue ir y llegar hasta el Zócalo, es necesaria una combinación en subterráneo; experiencia fuerte si las hay, por la multitud en andenes y vagones atiborrados, el problema es al subir y al bajar. En el segundo viaje al momento de cerrarse las puertas quedo con medio cuerpo afuera, a punto de transformarme en un Vizconde demediado en versión mexica, fui rescatado por Beatriz, que me tiró de una manga, y una señora que lo hizo del cuello de mi campera larga, «resistente su sahariana», dijo la desconocida. Bajar del subterráneo y caminar hacia la parada del metrobús me evocó la frase de la Anábasis de Jenonfonte “¡Thalasa, Thalasa!”, el hallazgo del mar que llevaría a los diez mil de vuelta, en nuestro caso no a casa sino a Parque Hundido.
Pienso si viajar en los subterráneos de CDMX es, de alguna manera, el paso de transitar por distintas corrientes de agua, la de superficie, cristalina y tranquila o dormida ─un decir─ y la subterránea, que puede ser gris o negra ─otro decir─ que muestra otro mundo, otros rostros y otros gestos.
En las cuatro cuadras que separan nuestro hotel del supermercado hay cinco puestos de comida callejeros, sin contar locales fijos ─a cualquier hora del día hay mexicanos comiendo; «se están comiendo el mundo», nos dijo un profesor peruano─; también dos puestos de lustradores de zapatos ─uno de ellos doble─ o boleros como le llaman los mexicas, a veces hay clientes de zapatillas para que les pasen blanqueador. En puestos de comida y boleros hay racks de alambre con paquetes de cigarrillos que, en su gran mayoría, se venden por unidad.
En pocos lugares he visto el respeto por los viejos y el cariño por los niños como en esta ciudad, sorprende la educación de los pequeños, mamás y papás se paran frente a estatuas y monumentos y sus hijos les cuentan la historia o el evento allí evocado ─dudo que un niño en la ciudad de Buenos Aires pueda contar la historia de la pirámide de Plaza de Mayo o de la Fuente de las Nereidas en Costanera Sur─, “Que chido compartir con tu hijo tus obras de arte preferidas” o “Que chido compartir tu hobby con tu pequeño”, se lee en carteles sobre kioscos de diarios y revistas.
Un viejo proverbio Creole de Louisiana dice Dileau dourmi touyé dimounde (Agua dormida mata gente), quienes viven o han vivido en latitudes tropicales o subtropicales, conocen la naturaleza peligrosa de las aguas quietas en la febril estación veraniega. Y quizás este proverbio se pueda aplicar a la experiencia de viajar en la CDMX en las tranquilas ─un decir─ aguas de superficie del Metrobús o las subterráneas del Metro o subterráneo ─otro decir.
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