Hace dos semanas vi Crímenes del futuro de David Cronembeg; me demandó un par de días asimilar la resaca de la metáfora de su argumento: en un futuro distópico la humanidad se adapta a un entorno artificial y el cuerpo es objeto de transformaciones y mutaciones, realizadas por artistas y performers. Tardé días en asimilar la resaca de Crímenes del futuro porque me detonó estantes de novelas y películas distópicas y, en particular, un tema que me atrapa: la agresividad humana; esta última ligada con el nuevo libro de Margaret McMillan que estoy leyendo.
Crímenes del futuro, me hizo tener el satori de que pertenezco a una generación que salió de la adolescencia y llegó hasta el servicio militar en un momentos en que la gente envejecía, bien o mal, con arrugas y cambios lógicos de la edad; no transformadas en caricaturas por cirugías, implantes y rellenos; por no hablar de operaciones de cambio de sexo o tatuajes ─de joven, tío Nene se tatuó una mujer desnuda en el antebrazo derecho; de adulto se arrepintió y no usaba camisas mangas cortas─, o de toda clase de piercings en la cara, o monstruosas dilataciones de los lóbulos de las orejas. Hoy basta salir a la calle, mezclarse con los transeúntes y, siguiendo la arenga de Marco Antonio en Julio César de Shakespeare ─“¡Cry Havoc!, and let slip the dogs of war”─ liberar la imaginación; deja a Crímenes del futuro a la altura de un cuento para niños.
El año pasado leí en Scientific American, una nota de opinión de un biólogo británico donde advertía que el género humano está condenado a la extinción. Para fundamentar su hipótesis deja de lado el agujero de la capa de ozono, desertificación del planeta, calentamiento global, extinción de glaciares y contaminación de los océanos por islas de desechos plásticos que, en el Pacífico, tienen una extensión que supera la superficie de Francia. Se basa en hechos biológicos: las especies de mamíferos aparecen y desaparecer con un plazo de, aproximadamente, un millón de años; salvo que sobrevengan variaciones genéticas. Más adelante, el autor aclara que hay más variación genética en unos pocos grupos de chimpancés salvajes que las que tuvo en 300.000 años el Homo sapiens; y que “la ausencia de variación genética nunca es buena para la supervivencia de las especies”. Lo que no aclara en su trabajo es qué tipo de variación genética sería de esperar en el ser humano, ciertamente no las planteadas en Crímenes del futuro, o las falencias de la naturaleza para Luciano de Samosata. Según Luciano, los toros estaban mal configurados físicamente, ya que deberían tener los cuernos en los pómulos, debajo de los ojos, así podrían ver bien a sus enemigos antes de embestirlos; de existir tales toros no existiría la tauromaquia, no habrían suertes de capa del torero capaz de engañarlos.
Más allá de estas digresiones que me provocó el artículo de Scientific American, en estos momentos pienso, cómo las bacterias han generado resistencia a los antibióticos y nosotros no hemos desarrollado resistencia a ellas. Pero todo esto ya lo anticiparon algunas novelas distópicas.
La primera que emerge de mis recuerdos es una que leí en la secundaria ─un maratón de ocho o nueve horas tirado en la cama─: Destrucción (Ravage, 1943), de René Barjavel. Hacia el 2050, los hombres dominan las fuerzas de la naturaleza, a cambio han perdido contacto con ésta; las poblaciones viven en grandes metrópolis, una súbita crisis energética provoca el fin del suministro eléctrico, las máquinas dejan de funcionar y los habitantes pasan a vivir en el caos, sin luz, medios de transporte y agua corriente; como es de esperar, surge una nueva y letal epidemia. Un grupo de sobrevivientes, capitaneados por el protagonista de la novela ─cuyo nombre no recuerdo ni pienso buscar por internet─ logra huir hacia el campo donde establece una nueva sociedad que, en valores contemporáneos, equivaldría a una incipiente Edad Media; el líder crea una nueva religión cuyo dogma es rechazar toda forma de progreso. Cualquier semejanza con el Covid, la actual ola de calor, sequía e incendios forestales que asola Europa y la invasión de Ucrania, con la crisis energética y de falta de cereales causada, revela lo acertado de Oscar Wilde por aquello de “la vida imita al arte”. Sigue en mis recuerdos una película que, como Gardel, cada día es más contemporánea, Blade Runner ─la versión de Ridley Scott de1982, no la tilinga versión de Denis Villeneuve, de 2017─ y una novela de Ballard: Rascacielos, situación similar a la de Destrucción pero en un una torre de departamentos, donde los habitantes de distintos niveles se terminan aliando y peleando contra los vecinos de otros pisos.
El nuevo libro de Margaret McMillan: War, how conflict shaped us, documenta y reflexiona sobre hasta qué punto los grandes períodos de paz de la historia han sido consecuencia de las guerras, que movilizaron los grandes cambios de la humanidad, desde la democratización de la época feudal, al fomento de políticas de gobierno para el acceso de la población a la salud, educación, derechos de la mujer y minorías raciales. Gracias a las guerras evolucionaron transportes, ciencia y medicina ─sobre todo cirugías de cualquier tipo, a lo largo del siglo XX, las guerras ofrecieron toda clase de tullidos, desfigurados y quemados para que los médicos desarrollaran nuevas técnicas─, deportistas y guerreros reciben medallas por sus logros. Sin contar que desde Ilíada al presente las artes abrevan en la Fuente Castalia del belicoso Marte: la Sinfonía Heroica, los Desastres de la guerra, Guernica, La Guerra y la paz. Además “campañas”, “guerras”, “estrategias”, “ofensivas” y “búnkeres”, forman parte del vocabulario de pacíficas actividades civiles.
Los que vivimos en edificios de departamentos e integramos ─o colaboramos con─ el consejo de administración, vivimos a diario la historia de Rascacielos con los calvarios de los vecinos que viven en planta baja o los primeros pisos. Anónimos terroristas arrojan toda clase de desperdicios orgánicos, de los cuales los más inofensivos son colillas de cigarrillos y preservativos usados. Frente a estas guerrillas antisociales todas nuestras campañas para evitar sus desmanes fracasan.
Las profecías de las novelas distópicas y el ensayo de Margaret MacMillan se cumplen con la regularidad de los principios de Newton.
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