La obra narrativa de Flaubert (1821-1880), fue compuesta con el ritmo, regularidad y precisión de un metrónomo; con una media de aproximadamente un lustro entre cada una de sus publicaciones. A los dieciocho años comenzó la que resultó su tercera novela, La educación sentimental, interrumpida a los veinte para escribir Madame Bovary, publicada cinco años después. De inmediato dio comienzo a Salambó, novela histórica aparecida en 1862 y que consolidó su prestigio como escritor ante el público, la crítica y sus colegas. Siete años después, termina y publica La educación sentimental, un lustro más tarde, en 1874 La tentación de San Antonio y, en 1877, Tres cuentos, uno de ellos, el formidable “Un corazón sencillo”, inspiró la novela El loro de Flaubert (Flaubert’s Parrot, 1984) de Julian Barnes. En esta, a partir de la historia ─y presencia─ del loro protagonista de “Un corazón sencillo”, se alternan ficción con hechos reales: la relación del Flaubert con sus amantes, colegas y contemporáneos, también los respetados o vilipendiados estudiosos de su obra.
La muerte, antes de cumplir sesentaynueve años, truncó esta “escala pentatónica” en la vida del escritor, que dejó inconcluso el último capítulo de Bouvard y Pecouchet, y Diccionario de lugares comunes (Dictionnaire des idées reçues), publicados de manera póstuma.
Como narrador, Flaubert nos trasmite la impresión de un mundo autónomo, así sus novelas aparecen como una realidad absoluta, un cosmos que rige el del lector, aislándolo de la vida exterior a esa trama. De esta manera, terminado el libro, al momento de cerrarlo y volver a la realidad cotidiana, nos causa la misma reacción que provoca enfrentarnos con la paradoja de Margritte, el cuadro La traición de las imágenes (La trahison des images, 1929), el dibujo de una pipa con la inscripción “Esto no es una pipa” (Ceci n’est pas une pipe), claro que no; es la imagen de una pipa.
Ciertamente, los buenos escritores logran con distintas técnicas, este efecto que Borges llamó “el pacto de credibilidad con el lector”, pero Flaubert se vale de dos elementos que dan tono y timbre a su poética, estos son, la invisibilidad o carácter impersonal del narrador y el uso de le mot juste (la palabra acertada para el momento en que transcurre la acción), y de le mot propre (la palabra o el término adecuado para alguna cosa). Este último recurso hace imposible leer pasajes de la novelas y cuentos de Flaubert sin la ayuda de un diccionario, se trate de la acción en la cubierta de un velero, una feria rural, un templo cartaginés o una reunión de conspiradores en momentos de la revolución de 1848. Curiosamente, este vasto vocabulario se refleja en una precisión y economía de lenguaje, dándonos la idea de que nada falta ni sobra en la narración.
Este maridaje de mot juste y mot propre engloba su mundo narrativo, efecto que Flaubert lograba sometiendo frases y párrafos, a la prueba del gueuloir o del oído, leer sus escritos en voz alta para ver si, en las sonoridades, aparecían disonancias y los párrafos fluían sin chirridos. Si el pasaje sometido a esta prueba oral veía su secuencia musical alterada, eran las ideas y no las palabras quienes trastabillaban. Para él la ajustada expresión del pensamiento sólo la daba la frase perfecta; fusión total entre ideas y vocablos, así el estilo alcanza un efecto contundente: “Cuanto más bella es una idea, más sonora es la frase, estén seguros. La precisión del pensamiento engendra─y es él mismo─ la de la palabra” (Plus une idée est belle, plus la phrase est sonore; soyez-en sûr. La précision de la pensée fait, et est elle-même, celle du mot). La fórmula no fue ─ni es─ válida solamente para Flaubert; los principios de le mot propre y lemot juste evidencian que cada autor, y cada historia, tienen una manera privilegiada de ser contada, gracias a la cual su relato alcanza el máximo poder de persuasión ─pienso en ese comienzo de Borges: “Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche”, prosopopeya que le da a la noche el carácter de un protagonista humano.
Un breve fragmento del Capítulo X de Salambó me parece la síntesis del virtuosismo de Flaubert en la busca del afinamientoentre le mot juste y le mot propre. Sabemos que el jefe bárbaro Matho, enamorado de Salambó, ha robado el zaimph, velo sagradode la diosa Tanit, de quien Salambó es sacerdotisa. A este robo, los sacerdotes cartagineses atribuyen el triunfo de los bárbaros que asedian la ciudad. El eunuco Schahabarim, sumo sacerdote de la diosa, urge a Salambó a que vaya al campamento bárbaro y lo rescate de las manos de Matho, aunque ello signifique acceder a sus deseos y perder la virginidad. Cito los párrafos.
“Se desplomó (Salambó) sobre el escabel de ébano, y permanecía con los brazos extendidos entre sus rodillas, temblando de pies a cabeza, como una víctima al pie del altar cuando espera el golpe de la maza. Le zumbaban las sienes, veía girar círculos de fuego y, en su estupor, sólo comprendía una cosa: que seguramente iba a morir muy pronto”.
“Pero si Rabbetna triunfaba, si el zaimphse recobraba y se salvaba Cartago, ¡qué importa la vida de una mujer!, pensaba Schahabarim. Además, tal vez pudiera rescatar el velo y no perecería”.
La narración está contada por un narrador omnisciente en el primer párrafo y en estilo indirecto libre en el segundo; demanda catorce verbos para expresar el estado del ánimo de Salambó y los pensamientos de Schahabarim, de ellos la gran mayoría son pretéritos indefinidos e imperfectos, intercalados con un gerundio, un presente, un futuro próximo, un imperfecto de subjuntivo para cerrar con un condicional simple. Disonancia de tiempos que le da a este fluir de sensaciones y pensamientos la contundencia de un intercambio de golpes entre dos boxeadores.
Un detalle final, la edición que tengo de Salambó (Edaf, Madrid, 1964) tiene cuatrocientas tres páginas y el párrafo que acabo de citar, un tercio de carilla. Esta traducción se corresponde con la versión definitiva de la novela de 1874. A doce años de su primera edición, Flaubert volvió someter el texto a la prueba del gueuloiry corregirlo otra vez, antes de aprobar una nueva edición.
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