En la iconografía del sufrimiento, los dominantes son el resultado de la ira divina o humana, tenemos así, entre otras, las infinitas versiones de la pasión de Cristo, Los desastres de la guerra ─que originó un adjetivo referible a lo gore y la violencia: “goyesco”─ y, en lo literario, desde los orígenes en la Ilíada y secuela, el relato de Virgilio sobre la caída de Troya; la escultura más remota del padecimiento tiene casi veintidos siglos. El Laocoonte, muestra al sacerdote troyano quien, desconfiando del caballo que habían dejado los griegos fuera una trampa, intentó quemarlo, con una proclama que, en otros contextos y sin connotaciones de nacionalidades sobrevive “Temo a los griegos aun cuando hacen regalos (Timeo Danaos et dona ferentes); los dioses, que ya habían decretado la destrucción de Troya, enviaron dos serpientes marinas que lo devoraron junto con los hijos.
A partir de la segunda mitad del siglo XIX, empezaron a fotografiarse sucesos bélicos a partir de imágenes estáticas. El primer fotoperiodista, Roger Fenton, se encargaría de documentar la Guerra de Crimea, con una deriva y un antecedente. La deriva fue que las autoridades militares británicas, irritadas con las crónicas periodísticas que hablaban de otros desastres de la guerra, ahora consecuencia de ineptos mandos militares que dejaron más muertos por deficiencias sanitarias y logísticas que por balas rusas, enviaron a Fenton con el mandato expreso de mostrar sólo el lado heroico de la contienda. El antecedente fue que, al evitar fotos de muertos o heridos, este primer testimonio gráfico de guerra nació de manos de la censura. Casi siglo y medio después, Margaret Thatcher siguió esta tendencia cuando autorizó dos fotógrafos para cubrir la guerra de Malvinas, excluyendo a uno de los mejores profesionales sobre el tema, Don Mc Cullin.
Según la evolución cronológica de la fotografía del sufrimiento, hasta la popularización de las cámaras fotográficas de formato medio, y de películas más sensibles ─a mediados de la década del veinte del siglo pasado─ que permitieron imágenes en el momento del suceso, la representación del horror y la violencia estuvo reservada a la reconstrucción de los hechos narrados por testigos. El pionero del nacimiento de la actual fotografía sobre el tema fue Robert Capa, con Muerte de un miliciano, instantánea tomada en medio de un asalto republicano a una posición franquista. Pareció que “el ojo de la historia”, la fotografía, podría documentar y relevar la barbarie humana.
Puesto que la fotografía ilustra y corrobora, el diablo, que nunca duerme, daría otro paso en favor del mal, y nacieron los oficiales de prensa que se encargarían de controlar y censurar registros que pudieran insinuar aspectos negativos de los “buenos”. En otra vuelta de tuerca, frente a lo irrefutable de la documentación gráfica, se falsearía la causa, la prensa franquista no pudo ocultar las ruinas de Guernica, pero se la atribuyó a un auto atentado de dinamiteros vascos.
En una geografía del horror, quedó en claro que lo importante es quienes son las víctimas y quienes los victimarios; en las guerras los Balcanes, las mismas imágenes de muertos fueron utilizadas por los dos bandos, bastaba cambiarle el pie a las fotos y los mismos cadáveres podían utilizarse todas las veces que fueran necesarias.
El otro lado de la violencia bélica está dado por la victoria de las fuerzas del bien y, aquí la puesta en escena es clave, son famosas dos fotos armadas: una muestra soldados estadounidenses levantando la bandera en Iwo Jima, que demandó elegir otro lugar del monte Suribachi más fotogénico, o la de los soldados soviéticos izando la bandera en el las ruinas del Reichstag ─que maguer armada, requirió retoque fotográfico, para borrar las hileras de relojes que el teniente tiene en sus antebrazos.
¿Qué pasa si el espanto y el sufrimiento no suceden en conflictos bélicos?, de ello da cuenta la película El fotógrafo de Minamata (2020) de Andrew Levitas. La historia de un famoso fotógrafo de guerra, Eugene Smith (1918-1978), casi alter ego de Robert Capa, pero estadounidense, de cuya vasta obra sobresalen fotos del horror en tiempos de paz. En 1972, casi retirado de su actividad, recibe la propuesta de documentar la realidad de las víctimas de la localidad pesquera japonesa Minamata, donde, desde 1956, la empresa química Chisso venía arrojando al mar restos de metilmercurio; la ingesta, a través del pescado, el principal alimento de los aldeanos, había provocado una enfermedad cerebral, con el mismo nombre del pueblo, que había atacado sobre todo a nonatos y niños.
Eugene Smith vivió y documentó la realidad de las víctimas y, cubriendo una protesta frente a la empresa química, fue agredido por custodios que le lesionaron el ojo derecho y fracturaron dedos y costillas. Con la ayuda de su asistente hizo la imagen icónica del sufrimiento en tiempos de paz: Tomoko, nacida impedida y con serias deformidades.
Toda fotografía encuadra, y encuadrar es excluir; Tomoko es fotografiada, en el regazo de su madre, las dos desnudas en una bañera; el diálogo con La Pietá de Miguel Ángel es evidente. Y en la exclusión, como en la teoría del iceberg de Hemingway, está la historia verdadera: en tiempos de paz, el horror aparece por el deterioro ecológico provocado por los hombres, que terminan damnificando a sus semejantes; la extensa lista abarca de Chernobil, a Fukushima, a Bhopal en India, donde una fuga en una fábrica de pesticidas dejó más de veinte mil muertos y medio millón de heridos.
Robert Capa, documentalista del horror de la guerra, murió al pisar una mina. Eugene Smith, nunca se repuso de las heridas recibidas en manos de los custodios de Chisso.
Y la foto del baño de Tomoko revive la sentencia de Laocoonte, ahora con un leve reflejo: “Temo al progreso, aun cuando hace regalos”.
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