Mis primeros pasos en el mundo de las palabras están entrelazados con las imágenes, pasión que persiste hasta hoy y, tiene un nombre en retórica, écfrasis: descripción de una figura, objeto de arte, escultura, edificio o cualquier explicación detallada con fines literarios. A los cuatro años caí enfermo de crup, aunque también pudo haber sido hipolaringitis, mi memoria no llega hasta el nombre médico. Da para recordar que estuve un par de días internado y mi madre se quedaba a dormir en mi habitación. Muchas veces, todo tiempo pasado fue mejor, por aquellos años no había llegado la televisión y la forma de entretenimiento, para un salvaje de mi calaña en arresto hospitalario, eran cuentos y lecturas de mi madre; quizás fue la proximidad de un kiosco en el hall de la clínica lo que la inclinó a comprar una superhistorieta de Walt Disney, lo de “super” no es casual, las historietas de Walt Disney tenían formato de revista y contenían relatos cortos. Ya las superhistorietas tenían el formato de libro de bolsillo ─en términos caros a Borges, “formato octavo menor”─ y contenían una aventura, como una novela ilustrada. Mi madre leyó una que involucraba al Pato Donald y toda su cohorte palmípeda: los sobrinos Huguito, Dieguito y Luisito y el cascarrabias, amarrete y archimillonario Tío Patilludo. La aventura ocurría en Alaska y los cinco fueron a buscar un tesoro de pepitas de oro enterradas ─tardé años en saber qué eran─. Luego de la tercera o cuarta lectura ya identificaba el texto de los globos y los diálogos con las imágenes; en una de sus visitas mi padre me encontró siguiendo los dibujos con el dedo y recitando como un loro los textos que acompañaban, la próxima vez cayó con el libro Upa para aprender a leer, con imágenes de las letras, palabras y frases con la ilustración del significado. Consecuencia de esa internación fue que, en primer año de la primaria ya sabía leer, y recuerdo la introducción para el aprendizaje de las vocales, una lámina con cinco dibujos: aro, elefante, indio, olla uva.
La segunda internación fue domiciliaria, a finales de segundo grado enfermé de tos convulsa o “tos de perro” como la llamaban por aquellos años. Recuerdo el nombre y catadura del enfermero, Manino, que venía a casa dos veces por día a ponerme las inyecciones de penicilina, antibiótico efectivo y de aspecto de licor de horchata ─hoy lo compararía con el del Ouzo o Raki con agua─ pero cuando lo inyectaba era espeso como plasticola. Las sesiones duraron casi dos semanas y me dejaron las nalgas como corcho y llenas de puntos duros. Manino tenía el physique du rôle de un barra brava de Chacarita Juniors: un chino descomunal ─por aquellos años se le llamaba chinos no a los hijos del Celeste Imperio sino a los mestizos de mulatos e indios─, la cara picada de viruela como “el Tigre Millán” del tango y llegaba en una moto Puma negra ─el único color disponible─; aquel encierro fue amenizado con radionovelas y las aventuras de El príncipe valiente ilustradas por Harold Foster. Un par de años después fue otro encierro, este colectivo y preventivo por la epidemia de parálisis infantil, más radionovelas y Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas y Alicia a través del espejo, ilustradas por Tenniel y La isla misteriosa con dibujos de Ferrat.
En estos momentos, con más de cuatrocientos días de encierro, revisito estanterías, muchas de ellas con dos hileras de libros, lecturas y relecturas atrasadas, algunas las ojeo y otras las empiezo a leer ─o releer─ como si no hubiera mañana, y al recorrer páginas ilustradas soy, más que nunca, consciente de que se me hace difícil separar mi interés por la combinación de palabras e imágenes. Pero además, desde que me dedico a la fotografía, mi carácter de fisgón impertinente, que me hace preguntar todo lo que no debo, me lleva a huronear la vida urbana en dos puntos de encuentro muy significativos: mercados y verdulerías ─acomodar futas y verduras, pescados y mariscos es un arte universal─, los tengo de varias ciudades, también gente en situación de calle ─algún día deberé armar un fotolibro con decenas de mendigos y homeless, los tengo de Buenos Aires, Madrid, Barcelona, Estambul, Berlín, Londres, París, Palermo, Siracusa, Roma, Budapest y Praga─. En los últimos meses me he dedicado a fotografiar pinturas y grafitos en paredes y muros de casas y edificios abandonados.
El grafito es viejo como la escritura, entre otros, recuerdo: los sillares del templo de Dendur en el MET de New York, es de 1822─un francés grabó nombre y fecha─; en columnas mesopotámicas del British Museum; una lonja de Alejandría en el Pergamon de Berlín ─anunciaban servicios ofrecidos por peluqueros, zapateros y dentistas─; y los nombres de mercenarios vikingos en una pared de mármol del templo Hagia Sophía de Estambul; se me hace inevitable pensar en la vida y motivos de los autores de esos grafitos. Todas estas inscripciones que recuerdo cabrían, holgadamente, en algunos de los enormes muros pintados e intervenidos en edificios desocupados de mi barrio, Palermo; un par de ellos han requerido un andamio para pintar hasta el nivel de un segundo piso, algo semejante a lo que se ve en los restos de otra muralla siniestra, la de Berlín. Hoy hay otros muros, o murallas, las de las redes sociales que cumplen otras funciones, además de mirarlos se puede ver desde ellos, en perspectiva y a la distancia, el océano de la web.
En el capítulo III de La Ilíada asistimos a la primera vista registrada desde los muros, en este caso de Príamo y Helena; ella le describe al rey los principales caudillos aqueos que asedian a Troya; este tipo de panorámica debió ser frecuente en el mundo antiguo porque los griegos la llamaron Teijoskopia (teijós=muro y skopeo=mirar), écfrasis que tiene otro pasaje memorable en la tragedia Las fenicias de Eurípides; ahora será Antígona quien, desde las murallas de Tebas le pide al Pedagogo que le describa e indique quienes son los siete caudillos que se harán cargo de atacar las siete puertas de la ciudad.
En torno a los muros, desde el cual Príamo y Antígona contemplaron el panorama, se libraron batallas, territorio de combate al cual los griegos también le dieron un nombre: Teijomakia (makia=lucha, hoy sobrevive en tauromaquia). Solo que las actuales teijoskopias desde los muros de las redes sirven, además de para hacer amigos distantes y compartir noticias, para alimentar egos con selfies intrascendentes acompañadas de comentarios tontos de los autores, propagandas políticas, adulaciones y likes; también, bullying, grooming, trols y fake news; termino estas líneas y pienso que me gustaría ver esos muros limpios como los de un quirófano. También que, en muchas cosas, todo pasado fue mejor; teijoskopías y teijomakias eran las de antes.
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