Leemos en Don Quijote de la Mancha el descenso, con la ayuda de una cuerda, al de la Triste Figura, por un socavón, la cueva de Montesinos. Pasado un tiempo prudente, Sancho y el primo, angustiados por no recibir respuesta, logran subirlo y rescatan a nuestro héroe dormido, cuando logran despertarlo éste pregunta cuánto tiempo ha estado bajo tierra y le responden que poco más de una hora. Don Quijote contesta que no es posible, porque antes de caer en un sueño profundo, agotado por sus experiencias, han pasado tres días, y les cuenta de esas jornadas donde se ha encontrado y convivido con Montesinos, personaje de la épica caballeresca con el cual nuestro héroe se identifica. Veinticuatro siglos antes que don Quijada o Quesada o Quijana, alias Don Quijote, Ulises descendió al Hades en busca de Tiresias para que éste lo aconsejara sobre cómo regresar a Ítaca; y siete siglos después de Ulises, Eneas hará otro tanto en compañía de la sibila de Cumas, ahora en busca de consejo de su padre Anquises quien le anticipará su destino, que habrá de culminar en la fundación de Roma. Mucho antes que Ulises, Gilgamesh, rey de Uruk, desconsolado por la muerte de su amigo Enkidú, se sumerge en las aguas de un lago en procura de la inmortalidad.
En todos estos casos, los viajes han sido en demanda de una anticipación del futuro o para trascender: la inmortalidad, Gilgamesh; llegar a su patria, Ulises; la fundación de Roma –ciudad eterna–, Eneas; entrar al panteón de los héroes de caballería, Don Quijote.
Así, desde tiempos inmemoriales, conocer el porvenir o buscar la inmortalidad ha demandado un descenso al inframundo –y a veces un pacto con alguno de sus señores– a la búsqueda de información y saberes; a este viaje los griegos lo bautizaron katábasis. Katá en griego antiguo significa “bajo o hacia abajo” y en español su derivado “cata” forma, como prefijo, parte de muchos vocablos que valdrá la pena revisar. Siempre relacionando términos, una katábasis se realiza en busca de una nekuia o invocación al espíritu de los muertos.
Culminado el diálogo, en las entrañas de la tierra, el paso siguiente a la katábasis es volver al mundo de los vivos para aplicar las enseñanzas; este ascenso es una anábasis (crecer, subir, remontar). Trecientos años después que Ulises, Jenofonte, filósofo, militar y fino narrador, escribió su Anábasis, ahora con mayúscula, también conocida como La expedición de los diez mil, primera crónica de guerra conocida, donde cuenta las peripecias de los mercenarios griegos que acompañaron a Ciro; el Joven, en el fallido intento para destronar a su hermano Artajerjes II y el posterior regreso a casa; el título refiere a un “ascenso” hacia el interior de Persia, en la ruta del sol naciente. La excepción literaria –mejor, licencia poética– es que la catábasis de Jenofonte y sus camaradas fue que el descenso implicaba un regreso a casa, fuera del alcance de sus enemigos.
Dos términos literarios: catáfora y anáfora, en ambos casos el sufijo “fora” viene de foreo (transportar, llevar, mover) y que forma parte de una prolífica familia de vocablos. Catáfora es la relación de una palabra o frase con una idea que desarrollaremos a continuación, i.e.: “éstos serán los próximos pasos que deberemos dar”. Anáfora puede ser la repetición de una idea, con las mismas o diferentes palabras, y también un mensaje o relato que alude a un suceso anterior, no enunciado hasta el momento, i.e.: “ahora pagaremos las consecuencias de su actitud”.
En el reino animal tenemos el caso de los peces anádromos y catádromos –en este caso “dromos” da la idea de carrera o desplazamiento–, los más famosos de los primeros, los salmones, nacen en ríos descienden al mar se desarrollan y vuelven a remontar el río y llegan el lugar donde nacieron para reproducirse; culminan su período vital con una anábasis. Las más conocidas de las especies catádromas son las anguilas europeas, nacen en el Mar de los Sargazos, llevadas por las corrientes marinas vuelven a los ríos donde nacieron sus padres, allí crecen y se desarrollan hasta que llegan a la edad de merecer, entonces hacen su catábasis y descienden los cauces fluviales, regresan al Mar de los Sargazos y reinician el ciclo vital de la especie.
Los humanos formamos parte del reino animal y también, remontando el hilo de nuestra existencia al momento en que fuimos concebidos y de allí hasta nuestro nacimiento, tenemos mucho en común con los seres acuáticos. Como tales, somos, a la vez, anádromos y catádromos.
¿Qué otra cosa son nuestros procesos de aprendizaje y creativos, nuestra vida? Crecemos, nos nutrimos de conocimientos y los digerimos, con ellos engendramos nuevos impulsos vitales: hijos, ideas y proyectos, obras. Para eso, muchas veces, volvemos sobre nuestro pasado y experiencias en busca de ideas o saberes cuasi olvidados para remozarlos y seguir avanzando; y es lo que acabo de hacer, antes de empezar la anábasis estas líneas. Hice mi catábasis y me sumergí en estantes en busca de lecturas pretéritas para recuperar historias; buceé páginas de diccionarios buscando familias y analogías de palabras. A la vez, quizás sorteando mis mea culpa, esquivé con prudencia deudas con libros diferidos a la espera de corrientes más propicias.
Idas y vueltas, ascensos y descensos, con relatos y palabras que me llevaron a épocas tan lejanas como diferentes, definidas con, arcanos de la lengua, un vocablo que existe en portugués pero no en nuestro idioma: cronônimo: nombre con el que se definen eras, épocas o períodos históricos.
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