Por hacer espacio, he recorrido estantes buscando material innecesario y sobre el cual no pienso volver. Esta semana le tocó a lo que resta de mi vieja colección de National Geographic, a la cual estuve suscripto entre 1984 y 1989. Fue cuando no se publicaba en español y no compartía publicación con el canal de televisión que se llama Nat Geo, ni tenía página web ni existía la World Wide Web. Fue cuando era la mítica National Geographic a secas, sinécdoque de viajes, fotos e ilustraciones que complementaban lo que las imágenes no podían captar.
Esto fue por los años en que el humor volaba con la libertad ganada durante siglos, sobreponiéndose a dictaduras que intentaron amordazarlo con censuras, que ahora se ponen las sotanas de la corrección política. Cuando no se conocían o no se habían popularizado los celulares, años en que circulaba un chiste ─que hoy sería anatematizado por racista e implícita violencia de género─: “las blancas muestran las tetas en Play Boy y las negras en National Geographic”. También fueron los años dorados de Play Boy, cuando no se editaba en español y, además de tetas publicaba antológicas entrevistas a controvertidos anti establishment como Malcom X, Martin Luther King y Fidel Castro ─primera revista norteamericana que lo hizo.
En dos mudanzas, la colección de sesenta revistas, se redujo a menos de la mitad y así sobrevivió hasta que decidí avanzar sobre las supérstites.
El intento para desarbolar la ya diezmadas restantes no fue fácil. Y digo desarbolar porque casi la mitad de las sobrevivientes tienen que ver con pecios, restos hundidos, de barcos y aviones, pero también ruinas de ciudades y puertos. Uno de los números amnistiados trata del viaje de un cronista de la revista en un pequeño submarino nuclear dedicado a estudios oceanográficos, observar pecios, señalizarlos y coordinar tareas para su rescate. Releer la nota de esa excursión, de tres semanas, bajo el mar; ahora en la exitosa búsqueda de un avión hundido a 600 metros diez años atrás, me llevó a décadas atrás, cuando leí por primera vez Veinte mil leguas de viaje submarino, y a la caminata por la pradera y al bosque subacuático de la isla Crespo, en el fondo del Mar de Tasmania, que realizaron el capitán Nemo, el profesor Aronnax y Conseil. Y si la versión que tengo de la novela de Julio Verne aparece ilustrada con los deliciosos aguafuertes monocromos de Riou, facsímiles de los que acompañaron a la primera edición, ésta nota de National Geographic ─al igual que las del resto de las revistas─ están acompañadas por diagramas e ilustraciones a color, de un realismo de pintura académica, dibujos que acompañan a todas las notas que hacen a exploraciones submarinas o reconstrucción de ruinas o restos arqueológicos.
Si en el mar se originó la vida, también en el lecho, como repliegues de la memoria; hay incontables pecios que lo tapizan desde los orígenes de la navegación, que conservan restos de la vida y cotidianos sucesos pasados; además, las sombras de sus profundidades albergan fuerzas agazapadas, monstruos de todo tipo y color, también maremotos y tsunamis que, en la superficie, toman forma de tifones y huracanes. Ninguna metáfora define mejor el acto de leer como la navegación, así trate de un viaje, símil de la vida, un naufragio, metáfora de fracaso, o descubrimientos y conquistas de tierras extrañas, parábola del aprendizaje y la creación.
La vida de los humanos está constituida por profundidades inalcanzables sobre las que navegamos, y si luego de un naufragio los rescatistas buscan en la superficie restos flotantes que indiquen el lugar exacto donde está el pecio, en nuestros recuerdos también partimos de fragmentos sobrevivientes que nos indiquen lo que alguna vez fuimos. Por eso recorrer mi desarbolada colección de National Geographic me dio vértigo y resolví dejarla intacta, porque nuestra memoria, asociada a nuestra consciencia, es lo más parecido al lecho de mares y ríos donde es necesario bucear ─una de sus acepciones en la RAE es indagar o investigar exhaustivamente─ y si las profundidades son mayores será necesario descender en un batiscafo, aún a riesgo de extraviarnos en la oscuridad abisal de nuestras ensoñaciones.
A medida que avanzaba hojeando las revistas acudieron otros viajes: el de Marlow hacia el Corazón de las tinieblas en busca de Kurz, para adentrarse en los abismos más profundos del alma humana representada por el colonialismo belga. También a El mundo sumergido, ahora resultado del calentamiento global que ha provocado el derretimiento de los polos, donde los sobrevivientes se apiñan en los pisos superiores de los edificios más altos; un mundo en que flora y fauna han involucionado al jurásico y se potencian pasiones, virtudes, defectos, ambiciones y miserias humanas. Porque, al fin y al cabo, fue el vivir en otro corazón de las tinieblas, ahora bajo la férula de colonizadores ingleses que asesinaron a su esposa e hija, lo que lo llevó a un ingeniero y príncipe hindú a cambiar su nombre por Nemo, construir el Nautilus, refugiarse en el mar como nueva patria y desde allí buscar venganza.
En esta nueva inmersión en las revistas caí en la cuenta que la gran mayoría vienen acompañadas de mapas plegables, también que muchos ellos de ellos son pecios, porque varias de las divisiones geográficas son coloridas ruinas de países de Europa, Asia y África del último cuarto del siglo pasado; mundo que desapareció en menos de cinco lustros.
Volví a reacomodar las National Geographic en su estante y pensé en mi vida, en los extravíos de la imaginación, en mi propio yo; supe que era hora de regresar de esas errancias mentales y ver de mapearlas, de construir nuevas cartas de marear y fijarlas por escrito. Termino estas líneas y, desde el fondo de mis años de secundaria, me acuden las coplas de Jorge Manrique: “Nuestras vidas son los ríos / que van a dar a la mar, / que es el morir; / allí van los señoríos / derechos a se acabar / e consumir”.
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