Desde niño caí en las redes de las jitanjáforas, que RAE define: “Texto carente de sentido cuyo valor estético se basa en la sonoridad y en el poder evocador de las palabras, reales o inventadas, que lo componen”, se podría agregar que su interpretación se apoya en el contexto en el que son dichas. Por eso ─¡O tempora, o mores!─ las jitanjáforas eran frecuentes en los juegos infantiles, por ejemplo, para elegir a quien debía contar con los ojos tapados mientras los demás se ocultaban, en “las escondidas”, o al que debía salir a tocar, en “la mancha”, o a atrapar, en “vigilante y ladrón. Recuerdo una jitanjáfora mexicana, como la que aprendí cuando viví seis meses en Coyocán, cerca de la Casa Azul de Frida Kahlo, justo a los fondos de una escuela, y escuchaba a la hora de los recreos largos: “Tin Marín, dedo Pingüé, Cúcara Mácara, títere fue, yo no fui, fue Teté”. Aprendí la palabra en los años de mi infancia, porque un locutor de Radio Nacional repetía un poema del creador del término, Mariano Brull: “Filiflama alabe cundre / ala olalúnea alífera / alveola jitanjáfora / liris salumba salífera”.
En otro plano lúdico, imposible sortear el Capítulo 68 de Rayuela cuyo comienzo es más que (sexo) explícito: “Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo”. Sin duda, influencia del poema “Jabberwocky” de Alicia a través del espejo, magistralmente traducido por Cortázar.
Una manera de orientarse en los laberintos de jitanjáforas que nos hacen pasar a otro lado de la realidad auditiva es tener en cuenta los juegos de términos homófonos ─vello y bello, cocer y coser─ y homógrafos ─como, del verbo comer, y como, adverbio─. Estas reflexiones me acudieron la semana pasada en que compartí en redes sociales una reflexión de la RAE: “Si llevo una vaca en la baca (parrilla portaequipaje) del coche y se me caen las dos, ¿cómo lo escribo? ¿’las dos vacas’? o ¿’las dos bacas’?” La respuesta era que ese plural se podía decir pero no escribir porque vaca y baca son homófonas pero no homógrafas.
La primera conclusión es que parte de estas imposibilidad viene de no diferenciar, la pronunciación de la “b larga” y la “v corta” ─que en España llaman “uve”; diferencias de pronunciación del otro lado del “Adlántico” que quienes escuchamos noticieros de la Madre Patria ya estamos acostumbrados─, por lo menos en francés esa diferencia entre vaca y baca se sentiría, el idioma identifica la “v” de vin y la “b” de boulanger.
Diferencias entre homófonos y homógrafos que se hace sentir aún en textos impresos, en Covid-19. El destino ya nos alcanzó hablé de la novela Diario de la guerra del cerdo, lo que omití decir fue que en el capítulo VII, el protagonista, Isidoro Vidal, come unos fideos hervidos con queso rayado, error que es un horror, repetido desde la primera edición al presente. Ciertamente el corrector de la galera, encaramado en la cima de su autoridad profesional cayó a la sima de su descrédito; si alguien se lo hubiese hecho notar. Pero estos desplomes son frecuentes, a principios de los ’90 Gabriel García Márquez tuvo la fugaz idea de, entre otras cosas, simplificar en la escritura el uso de la ese, la ce y la zeta, también eliminar el uso de la hache “porque es muda”. No había redes sociales por aquellos años, sí cadenas de e-mails, una respuesta se hizo famosa “¡Gabo! Errar es humano, herrar es equino”. Calderón de la Barca sentó jurisprudencia con: “Mejor habla, señor, quien mejor calla”, o, lo que sería lo mismo, a la luz de estos ejemplos, los hay que acecinados en su prestigio se proponen asesinar impunemente el lenguaje escrito.
No sé la razón porque empecé a relacionar jitanjáforas y hápax ─ahora lo pienso, ¿quizás porque las palabras terminadas en equis se escriben igual en singular que en plural?─. Los hápax (del griego hápax eirémenon, lo que se ha dicho una sola vez) son aquellas palabras registradas por única vez en un autor, lengua o texto. El tema es algo espinoso, se puede enmascarar en el propio desconocimiento la existencia solitaria de algún vocablo. Tengo mi pequeña colección de hápax; de La canción del pirata de Espronceda: “la luna en el mar riela (brilla con luz temblorosa)”, de El viaje del Parnaso de Cervantes: “pedicoj (saltar a pata coja)”, doblemente rara, no abundan en español las palabras terminadas en jota ─hablando de diccionarios y de términos polisémicos (vocablos con más de un sentido), en orden de poner en orden alfabético nombres de famosos, en un diccionario de arte y literatura, el primero que figuraría sería el arquitecto Alvar Aalto y el último, el escritor Stefan Zweig.
Recuerdo una canción que a muchos nos suena como suma de jitanjáforas y hápax entrelazados, el Pala pala, música norteña recopilada por Andrés Chazarreta, que es una suma de términos quechua y uno lunfardo, nuestra ignorancia hace el resto. La letra habla de una fiesta de animales autóctonos, una delicia para recordar, leer y escuchar: