Me paré en el porche; iba atontado, atolondrado, las piernas vacilantes, mi corazón parecía querer salirse por la boca. No me atrevía a bajar a la chacra y pasar al huerto vecino. Comencé a andar de un lado a otro, deteniéndome para no caerme y andaba de nuevo y de nuevo me detenía. Voces confusas repetían el discurso de José Dias:
“Siempre juntos…”
“En cuchicheos…”
“¿Y si ellos se enamoran…?”
Ladrillos que pisé y volví a pisar aquella tarde, columnas amarillas que me pasasteis por la derecha o por la izquierda, según yo iba o venía, en vosotras se quedó la mejor parte de mi crisis, la sensación de un goce nuevo, que me envolvía en mí mismo, y luego me dispersaba, y me daba escalofríos, y me derramaba no sé qué bálsamo interior. A veces me sorprendía sonriendo, una risa de satisfacción que desmentía la abominación de mi pecado. Y las voces se repetían confusas:
“En cuchicheos…”
“Siempre juntos…”
“¿Y si ellos se enamoran…?”
Un cocotero, viéndome inquieto y adivinando la causa, murmuró desde su altura que no era malo que los jóvenes de quince años anduviesen por los rincones con las jóvenes de catorce; por el contrario, los adolescentes de esa edad no tenían otra ocupación ni los rincones otra utilidad. Era un cocotero viejo y yo creía en los cocoteros viejos, más aún que en los libros viejos. Pájaros, mariposas, una cigarra que ensayaba el estío, todos los habitantes vivos del aire tenían la misma opinión.
¿Conque yo amaba a Capitú y Capitú me amaba a mí? Realmente andaba pegado a sus faldas, pero no me parecía que hubiese nada entre nosotros que fuese un secreto de verdad. Antes de que ella fuese al colegio, todo eran travesuras de niños; después que salió del colegio no restablecimos enseguida la antigua intimidad, es cierto, pero volvió poco a poco y en el último año fue completa. Mientras, el tema de nuestras conversaciones era el de siempre. Capitú me llamaba a veces guapo, buen mozo, una flor; otras me tomaba las manos para contarme los dedos. Y comencé a recordar esos y otros gestos y palabras, el placer que sentía cuando ella me pasaba la mano por los cabellos, diciendo que los encontraba muy lindos. Yo, sin hacer lo mismo con sus cabellos, decía que los suyos eran mucho más lindos que los míos.
Capitú lo negaba con una gran expresión de desengaño y melancolía, tanto más sorprendente teniendo en cuenta que sus cabellos eran realmente admirables; entonces yo le replicaba llamándola loca. Cuando me preguntaba si había soñado con ella la noche anterior, y le respondía que no, me contaba que ella había soñado conmigo y eran aventuras extraordinarias, que subíamos al Corcovado por el aire, que danzábamos en la luna o que los ángeles venían a preguntarnos nuestros nombres para dárselos a otros ángeles que acababan de nacer. En todos esos sueños andábamos unidos. Los que yo tenía con ella no eran así, sólo reproducían nuestra familiaridad y muchas veces no pasaban de una simple repetición del día, alguna frase, algún suceso. Yo también se los contaba. Un día Capitú marcó la diferencia, diciendo que los suyos eran más bonitos que los míos; yo, después de cierta hesitación, le dije que eran como la persona que soñaba… Se puso color pitanga.
Porque, sinceramente, sólo ahora entendía la emoción que me causaban esas y otras confidencias. La emoción era dulce y nueva, pero sus causas se me escapaban sin que la buscase ni sospechase. Los silencios de los últimos días, que no me revelaban nada, ahora los sentía como señales de algo, y también las medias palabras, las preguntas curiosas, las respuestas vagas, los cuidados, el placer de recordar la infancia. También reparé en un suceso reciente, despertarme pensando en Capitú y escucharla en la memoria, y estremecerme cuando sentía sus pasos. Si se hablaba de ella en casa, prestaba más atención que antes y, según fuese alabanza o crítica, me producían un agrado o desagrado más intensos que antes, cuando éramos solamente compañeros de travesuras. Llegué a pensar en ella durante las misas de aquel mes, con intervalos, es verdad, pero también con exclusividad.
Ahora me enteraba de todo esto por boca de José Dias, que me había denunciado ante mí mismo y a quien yo se lo perdonaba todo, el mal que había dicho, el mal que había hecho y lo que pudiera venir de lo uno y de lo otro. En aquel instante, la eterna Verdad no valía más que él, ni la eterna Bondad ni las demás Virtudes eternas. ¡Yo amaba a Capitú! ¡Capitú me amaba! Y mis piernas andaban, desandaban, se estacaban, temblorosas y crédulas de abarcar el mundo. Ese primer palpitar de la savia, esa revelación de la conciencia a sí misma no se me olvidó nunca ni me ha parecido comparable a ninguna otra sensación de la misma especie. Naturalmente por ser mía. Naturalmente también por ser la primera.