Una de las empleadas de la Niña le contó a mi madre que el Pianista vivía en el segundo patio en "un cuarto muy grande y sin ventanas, pasa todo el día encerrado con el piano y la mesa llena con esas hojas que usan los pianistas cuando tocan". Era hermano de la Niña, la propietaria del viejo solar donde vivimos desde antes de navidad hasta marzo del año siguiente, lo recuerdo bien porque cuando empecé Primero Infantil ya estábamos en otra casa. La Niña, a quién también llamábamos la Contadora por su don para narrar historias, nos alquilaba el enorme cuarto de la esquina.
Esta tarde, viendo la tumba de Napoleón desde la baranda circular en el piso superior, asocié a l'Empereur con el Concierto para piano Emperador de Beethoven. La relación no fue casual, durante años creí que esa pieza estaba dedicada a Napoleón pero, en cuarto año de la secundaria, el profesor Lombardo, que dictaba Historia Argentina I, aclaró que el título no tenía relación con la figura de Bonaparte "en realidad, Beethoven le dedicó su Tercera Sinfonía, y le quitó la dedicatoria cuando Napoleón se auto-coronó emperador". Instalado en ese recuerdo catalizador continué recorriendo la tumba de Napoleón y el Musée de l’Armée.
El Pianista, bajito y menudo, pertenecía al grupo de pelados vergonzantes. Los pelados, con el cráneo rapado o los parietales con el pelo cortado al rape, pueden verse atractivos; pero ya no son pelados sino calvos como Bruce Willis o Ed Harris. Los pelados vergonzantes son patéticos, se dejan crecer el pelo en los costados de la cabeza y lo reparten con fijador simulando un epicráneo o un bisoñé vivo. No recuerdo su nombre, pero mi madre le puso de sobrenombre el Patita, por dos razones, una de ellas porque caminaba a los saltitos. Años después, mis padres me contaron que el Patita era pianista en un cabaret, por las noches salía de smoking, camisa de pechera almidonada, puños dobles y cuello palomita, moño, zapatos de charol y medias de seda. Todo el vestuario de color negro menos la nívea camisa. De martes a domingo, alrededor de las nueve de la noche, revitalizado de su letargo vespertino por la primera de sus prises de la jornada –tan frecuentes en personajes de la noche, y de este hábito suyo me enteré años después, cuando hablaba de él con mis padres–; prises responsables de sus romadizos, hiperactividad nocturna y voz nasal. Así, por las noches, salía a los saltitos, como un pajarito negro, y se encaramaba a un coche que lo esperaba en la puerta.
Recordando al Pianista y el lugar donde estaba su cuarto, pienso que sólo podía ser la pieza contigua al salón, cuya historia tuvo su miga; porque la Niña, cuando nos visitaba por las tardes, mientras mi madre cosía, nos contaba el mismo relato con distintas variantes. Trataba de una antepasada, muy bella y distante, que supo ser la atracción de los bailes donde acudía el general San Martín, su esposa y los oficiales granaderos, "todos la cortejaban y si no fuera porque el general castigaba los duelos con la expulsión del cuerpo, seguro los habría habido". Mi padre, cuando se enteraba de las visitas y sus charlas, se llevaba el índice a la sien con una pequeña sonrisa, y nos terminó convenciendo. Hasta que un día cambiamos de opinión.
La otra razón porque al Pianista lo llamábamos el Patita era su costumbre, muy de la época, de hacer remendar las punteras y talones de las medias de hilo o de seda con trozos de medias iguales; de ser posible, caso contrario, cualquiera servía. Y esta asociación para el otro sobrenombre del Pianista fue reforzada por un dicho chileno referido a personas que blasonan por encima de sus posibilidades económicas; es como si anduvieran “a pata pelada y con levita”; en realidad mi madre decía, con su inconfundible tonada trasandina, “a pata pelá y con léa”. La tarde, casi noche, de esta historia, el Patita pasó a buscar un par de medias y una camisa de smoking, a la que mi madre le estaba dando vuelta los puños dobles gastados. Ella, sentada frente a su máquina de coser, mientras yo me dedicaba a una de mis habilidades recién descubiertas, vaciar una alcancía de terracota en forma de chanchito, que sólo tenía una ranura en el lomo para poner las monedas, pero ninguna abertura para sacarlas. El mío era enorme y estaba por la mitad, yo estaba arrodillado sobre una silla, el chanchito en alto y, sobre mi cabeza, un poco a la izquierda colgaba la lamparilla eléctrica cuyo cable se perdía en las sombras del techo. Recuerdo la escena porque veía, oblicua y a la derecha, la sombra deformada de mi cabeza, el chanchito, mis manos y el cuchillo; también, en sombras chinescas, lo que pasó. Yo introducía la hoja del cuchillo por la ranura del lomo hasta que lograba hacer deslizar, a través de la ranura, una moneda que iba apilando: las de cinco, las más difíciles de sacar, las de diez, las de veinte y las de cincuenta, las más fáciles.
Supongo que el Pianista, o el Patita, vendría de su cuarto desde el fondo del segundo patio. Al lado del salón donde, con seguridad, se hicieron los saraos a los que acudieron el general San Martín, su esposa Remedios Escalada y los oficiales de granaderos. Porque una tarde, el relato de la Niña o Contadora, suaves ondas de voz cascada y español suntuoso, fue el sésamo ábrete: “¿quieren ver el salón?”. Llegamos al fondo del solar, ella abrió la puerta, prendió un quinqué que iluminó la estancia y vimos espectrales sillas y mesas con fundas; la Niña descubrió algunas para mostrarnos los muebles tallados que, nos había contado, fueron traídos desde el Perú por arrieros. También había una vitrina con una percha de pie donde colgaba un uniforme de granadero rematado en un morrión y sobre la mesa principal, cubierta con un mantel verde claro, un paño blanco tapaba algo, ella lo levantó y descubrió un sable de granadero; "creer o reventar", dijo esa noche mi padre. Años después, cuando nos habló del ejército del general San Martín el profesor Lombardo nos dijo, "los sables de granadero eran copia de los que usaban los húsares de Napoleón, sólo que las dragonas francesas eran de hilos color azul, rojo y blanco; las nuestras, azul y blanco". Luego de esa explicación, levanté la mano y pregunté por el concierto Emperador.
En el momento en que el Pianista, o el Patita, entró a buscar sus medias y camisa yo estaba concentrado con mi chanchito. Por Radio Nacional se escuchaba música, “Beethoven, Concierto para piano número cinco, finales segundo movimiento. También es llamado Emperador, porque se lo dedicó a Napoleón”, dijo el Patita. A continuación agregó el nombre del pianista, la orquesta y su director, y felicitó a mi madre por acostumbrarme de niño a la buena música. Y yo que, por lo que habría de ocurrir minutos después, me volví fanático del Concierto número 5 en mi bemol mayor, también conocido como Emperador, podría agregar: “finales del segundo movimiento, Adagio un poco mosso”. El Patita aceptó la invitación de mi madre a sentarse, “que ya termino”, y comentaron el accidente del día anterior. En horas de la siesta, tras una serie de acrobacias sobre la precordillera, el piloto de un Gloster Meteor perdió el control; la explosión se escuchó en toda la ciudad.
El Patita hizo un alto, nos anotició del comienzo del tercer movimiento del Concierto para piano número cinco y continuó la charla con mi madre. Luego de algunos esfuerzos con el cuchillo en la ranura del lomo del chanchito, una moneda se deslizó por la hoja, no alcancé a tomarla, rodó sobre la mesa y tintineó sobre el piso en damero de baldosas negras y blancas. “Esa es de veinte centavos”, dijo el Patita sin volver la cabeza; mi sombra se alargó sobre el piso cuando me agaché a recogerla y se achicó cuando me levanté con la moneda entre el pulgar y el índice, tenía en la cara la imagen de la República, podía ser cualquiera menos la de cincuenta, esas tenían en la cara la efigie de la Libertad, la di vuelta para ver la cruz, el numero veinte con una cabeza de toro a la derecha y una espiga de trigo a la izquierda. Se la mostré a mi madre y al Patita, él sonreía. Lo que pasó después fue tan inverosímil que solo podía ser cierto; ahora, junto con mi madre, tirábamos las monedas por turno, siempre de espaldas a la mesa, el Patita no se equivocó ni una sola vez, ni con las de cinco, ni con las de diez ni con las de cincuenta, con ellas en cualquier quiosco se podían comprar veinticinco caramelos masticables de menta, más tres de yapa que nos daba el quiosquero.
Acabo de llegar de Les Invalides, en la tienda de souvenirs del Musée de l’Armée vi en un mostrador una réplica de un sable de coracero francés de Napoleón. Era el mismo que había visto en aquel caserón sobre un mantel color verde claro, la diferencia es que éste tenía la dragona de hilo trenzado en rojo, azul y blanco. Y esta vez pude tenerlo en mis manos, porque le pedí al vendedor que me lo mostrara, lo desenvainé y, al envainarlo, en el arco de su hoja sentí silbar vientos de olvidadas cargas de caballería: Austerlitz, Jena, Eylau. “¿No quiere volver al salón?”, el arrugado rostro de la Sibila de Cumas con cara de la Niña, me invitó. Acepté y, a rachas, del arco de la hoja, brotaron muchas historias; pensé en escribirlas.
En la mesa del hotel acomodo mi diario de viaje y la estilográfica, con agua fría preparo un fine a l’eau de Calvados. Prendo el televisor, busco un canal cultural y salgo al balcón, las luces de los edificios vecinos guiñan en el atardecer, a la derecha, cuatro pisos más abajo, la rue de la Boule Rouge termina su carrera de una cuadra frente a las marquesinas del Folies Bergère. Ensamblo recuerdos, o los invento; con las medias y puños de la camisa de smoking arreglados, veo al Patita alejarse llevándose el pañuelo a la nariz, se pierde en las sombras del corredor. Menudo lo veo y cabal, pelado y conmovedor. A los saltitos, en este momento mayestático en mi evocación, como Napoleón embarcando rumbo a Santa Elena.
Por algún canal de televisión, no sé qué pianista de no sé qué orquesta sinfónica toca los últimos compases del Rondó, Allegro ma non troppo, del Concierto Número Cinco Emperador.