El hombre propone Dios dispone, en los pocos días que tenemos en México la primera opción para visitar museos no tiene que ver con el arte nativo sino europeo. Con Beatriz no lo dudamos y, como primera opción, nos zambullimos en la mega muestra "Otto Dix violencia y pasión" que ofrece el Museo Nacional de Arte.
Otto Dix (1891-1969), nunca estuvo en México. Pienso que es una pena, porque le habría encantado conocer a José Guadalupe Posada (1852-1913) y su obra. Porque si algo hermana a Guadalupe Posada y a Otto Dix, aparte de la presencia de la muerte en sus trabajos, es su ojo crítico frente a la sociedad, la de Porfirio Díaz en el caso del primero; la de la República de Weimar en Otto Dix. Esa efímera república (1918-1933) de un país que, luego de su capitulación, tuvo que pasar bajo las horcas caudinas del tratado de Versalles y debió pagar pesadas indemnizaciones. Así, la república de Weimar albergó a una sociedad que nació del fango, la muerte, la mutilación y la podredumbre de las trincheras de aquella que fue llamada "la guerra que acabaría con todas las guerras", pero que sólo fue la avanzada de otra que terminó con el juicio de Nuremberg. En ella prosperaron la hiperinflación, decadencia, la prostitución, y se incubó el nazismo.
En contrapartida, esa república -como Aquiles, de vida breve pero gloriosa- intentó, con sus contraluces de genialidad creativa, ocaso y feroz autocrítica al militarismo del Kaiser y la pasada guerra, crear un mundo nuevo.
Como los pájaros que anidaban en las carcasas de esqueletos o las flores que brotaban de las calaveras en el no man's land de la guerra de trincheras, la República de Weimar incubó, entre otras expresiones: una constitución que supo ser modélica, la Bauhaus y, en pintura, la Nueva Objetividad (Neue Sachlichkeit ) que tuvo por heraldos a Otto Dix y George Grosz. Imposible adentrarse en la obra y críticas de Otto Dix sin tener en cuenta lo que había quedado atrás.
Los años que van entre 1914 y 1918 fueron el funeral wagneriano de la belle epoque. Alemania, que había vivido 30 años bajo el mando y la tutela cultural del deplorable militarista Guillermo II -a quien su tío Eduardo VII llamó "el mayor mediocre del mundo por mérito propio"- vio desaparecer, junto con el resto de los países que participaron en ese suicidio colectivo, su juventud, su mundo, sus ideales y su porvenir.
En Adios a las armas de Erich María Remarque, Pablo, el protagonista, repite a lo largo de las páginas, la idea de que él y sus camaradas no tienen futuro, que estarán muertos aunque sobrevivan a esa guerra. Así, como un mantra, Pablo dice, sin mencionar, aquellas palabras que Gertrude Stein y Alice Toklas escucharon como recriminación de un viejo mecánico a su torpe aprendiz y ex veterano: vous êtes une generation perdue. Frase que luego Gertrude Stein repetiría a Hemingway y éste, Scott Fitzgerald y otros escritores tomarán como divisa: ellos eran the lost generation. Y no es casual que, Jack Barnes, el protagonista de Fiesta (The Sun Also Rises) de Hemingway, es un veterano mutilado en su esencia viril, un enmasculado. A Jack Barnes le pasó lo mismo que al Pichula Cuellar de Vargas Llosa, en la guerra perdió el schlong.
Pero en el caso de Alemania el trauma que siguió al armisticio fue peor que en el resto de los países involucrados. Durante los treinta años como emperador, "el mayor mediocre del mundo por mérito propio", se había tomado muy en serio la idea de la guerra -debe haber, pero no he visto foto alguna de este cretino sin uniforme- y la expansión imperial; a tal fin se dedicó a movilizar la industria del país y, con vistas a una expansión colonialista, incrementar el su ejército y una costosísima flota de guerra. Generaciones de jóvenes mujeres crecieron bajo su diktat aliterado -y talibán avant la lettre- que las sentenciaba: Kinder, Küche, Kirsche (niños, cocina, iglesia), triple K que a mí me rechina a Ku Klux Klan, tan caro a Trump. Tarde o temprano, el destino de los jóvenes habría de ser las trincheras.
A partir de agosto de 1914, en todos los países que se verían involucrados en ese suicidio colectivo, las mozas despidieron con flores a los mozos uniformados que partían al frente. Muchos de ellos tuvieron la suerte de otra despedida con flores, ahora con uniformes de madera en cementerios militares; y escribí "la suerte", porque otra cantidad semejante o mayor yace sin identificar en fosas comunes o todavía sepultados de incógnito a la espera que un arado o una excavadora mecánica los descubra por casualidad. No es casual que una de las secuelas de esa guerra, luego de firmado el armisticio, fue la búsqueda e identificación de cadáveres de civiles y soldados muertos, sepultados en fosas colectivas o anónimas. Antes de 1914, todos iban a una fosa común y no se hablaba más del tema.
Además, el regreso fue macabro, muchos de los que volvieron del frente lo hicieron fragmentados, en la guerra de trincheras la sociedad industrial involucionó a la edad media; volvieron la cota de malla que protegían el torso y la cara. El puñal, la maza erizada de clavos, las manoplas de bronce, el hacha y la pala Lineman, resultaron armas más confiables que las modernas en zanjas estrechas, agujeros de obuses y campos embarrados y erizados de alambre de púas.
En Adiós a las Armas, Pablo nos dejó un registro literario de estas maneras cuasi artesanal de matarse.
A esto hay que sumar una nueva arma, que resultó tan terrible que no se volvió a usar posteriormente, los gases venenosos, que si no te mataban, te dejaban ciego. Infinitas fotos y cuadros nos muestran hileras de soldados con los ojos vendados marchando en fila con la mano puesta en el hombro del que lo precede, casi un "lugar común" de esa contienda. Las caras mutiladas y los trastornos sicológicos fueron una marca de fábrica de muchos de los que volvieron y se definieron con dos palabras en francés: gueules casées (caras rotas) y tres en ingles, alusión a la mirada perdida de los traumatizados de la guerra: thousand yard-stare (la mirada fija de las mil yardas).
Así, en esa Alemania de cuerpos rotos y traumatizado, los sobrevivientes volvieron a festejar la vida, redescubrieron el sexo y también, en este hallazgo de sus cuerpos, pasaron con frenesí dionisíaco los límites de género acotado por "las tres K", caras al "mayor mediocre del mundo por mérito propio".
Todo esto aflora en Otto Dix cuando logra superar su trauma de combatiente, allá por 1924 y estalla en una extensa producción; primero en aguafuertes que aluden directamente a las goyescas de "los desastres de la guerra". Posteriormente en sus acuarelas y óleos donde, ya casi en un registro de la caricatura, vemos escenas urbanas con veteranos sobrevivientes, abundan, junto con los pechos tachonados de condecoraciones, los cuerpos desarbolados, incompletos, o con grotescas prótesis, gueules casées con máscaras o caras de hierro, parches en ojos vacíos. En otro plano de su obra se destacan los trípticos La guerra, cargado de simbolismos apocalípticos y, mi favorito, Metrópolis -ahora en tonos caricatos y decadentistas- tan ligados a la película Cabaret de Bob Fosse.
De su faz como pintor, además de los trípticos, rescato sus autorretratos y retratos de personalidades conocidas, en ellos es frecuente la thousand yard-stare; pinturas alusivas a la guerra y al advenimiento del nazismo, muchas de éstas últimas con un carácter casi premonitorio de lo que se avecina. Porque además hay otra relación de Otto Dix con Guadalupe Posada, los dos son, sobre todo, dibujantes. En el alemán siempre el trazo del lápiz o el plumín se impone al fluir del pincel, incluso en sus óleos más empastados que recuerdan a Van Gogh.
La vida de Guadalupe Posada, también estuvo marcada por la violencia, en este caso "institucional"; para él su mundo no fue roto y transmutado por una guerra, simplemente vivió desde su infancia entre luchas: contra el Emperador Maximiliano primero, luego, enfrentamientos de caciques políticos y, más tarde, contra el porfiriato y sus represiones. Quizás por eso, las calaveras y los muertos en Guadalupe Posada fueron solo distintas maneras de expresar la vida cotidiana de su país, tan marcada por el culto de "El día de los muertos", forma sincrética de cosmovisiones precolombinas; cocinadas, luego de la conquista y colonización española, en el lento fuego de la Sante Mere Èglise, tan propensa durante siglos a quemar cuerpos para salvar almas -no soy ningún cruzado y esto incluye todas las variaciones protestantes-. Así, las calaveras y los esqueletos de Posada son una celebración a la vida: pelean, se ultrajan, se abusan, se mutilan y se matan; pero también viven la vida cotidiana, a caballo, en automóvil, en tranvía, bailan, celebran en fiestas, banquetes y bebederas las más de las veces riendo con sus inacabables dentaduras de calaveras. Así, sus muertos manifiestan la angustia del presente, pero también un diálogo con el pasado y los seres queridos y, valga el oxímoron, un canto a la vida y un anhelo por un porvenir más benévolo. Los esqueletos y calaveras posadianos alaban, en su extensa coreografía, una esperanza en un futuro, el advenimiento de épocas mejores; una suerte de Danse Macabre, pero en una pastoral de Beethoven.
Ahora, hablo del México de Guadalupe Posada de principios del siglo XX; de vivir en el México contemporáneo, con narcomasacres, los desaparecidos de Iguala en el 2014, los cementerios de mujeres asesinadas o de parvas de muertos tirados en espacios públicos -por mencionar algunos casos- y la sombra terrible de Trump -ya que no la del cabo austríaco devenido (can)ciller-, muy probablemente su cosmovisión coincidiría con de Otto Dix. De allí que esta exposición atribuya nuevos contenidos y mensajes, la obra del pintor alemán.
Porque en Otto Dix, los muertos aluden a la descomposición de la humanidad, a la desesperación, al Homo homini lupus, a un barro que no es el primigenio, que Dios no usa para crear hombres sino para degradarlos y engullirlos. Suerte de Cronos devorándose a sus hijos, estos muertos y mutilados en lodazales, alambradas de púas y campos devastados parecen, por un lado, clamar por el fin de ese aquelarre y, por el otro, demandar por más víctimas. Una suerte Lasciate ogni speranza, voi ch'intrate, pero no a un infierno dantesco sino al mundo en la superficie, donde priman la ciencia y tecnología moderna, y no necesariamente para bien y felicidad de los hombres.
Del tríptico Metrópolis una imagen me acompañará de ahora en más, en el extremo inferior derecho, un veterano mendigo, sin piernas y "ciego", con todo disimulo se levanta la venda de los ojos para mirar las esbeltas piernas enfundadas en medias de seda de una prostituta de lujo. Una imagen digna de El Buscón de Quevedo y, con seguridad, muy del agrado de Guadalupe Posada y de Otto Dix. También, una metáfora de nuestra realidad en este mundo contemporáneo y globalizado. Porque, ya lo decía mi abuela "que no era tuerta" -Oliverio Girondo dixit-: "ya vendrán tiempos peores".