Esta madrugada, 17 de julio, estaba escribiendo algunas reflexiones sobre la trilogía de Stieg Larsson parte 1 y Stieg Larsson parte 2, la saga Milenium, y me acordé de otro escritor, Ernest Hornung. El reflejo del sol naciente en los vidrios y metales plateados de otros edificios entró por la puerta ventana corrediza del balcón y me encandiló, miré mi reloj, 07:20. Un avión que despegaba de Aeroparque se reflejó en los cristales del edificio de enfrente. Fui por la máquina de fotos, pensando en el mejor efecto, elegí un gran angular 14/24 a la cámara. Cuando abrí la puerta ventana, el efecto mágico de ese momento del día que los fotógrafos llamamos la hora dorada se estaba desvaneciendo por la luz creciente. Vuelvo a ojear el cuadrante de mi reloj, 07:38. Por lo menos comprobé que un gran angular no es el lente ideal para el encuadre que busco.
Reflexiono sobre lo fugaz del momento y me acuerdo de un cuadro, que vi en la TateGallery: el óleo de John Singer Sargent, Carnation, Lily, Lily, Rose, muestra a dos niñas en un jardín prendiendo sendos faroles de papel japoneses en otro momento de luz fugaz, la del atardecer, la hora azul, tan efímera como la dorada. Sé que Sargent trabajó, todos los días, solo un par de minutos, sobre el lienzo, con sutiles pinceladas, desde septiembre a octubre de 1885 para captar ese efecto luminoso que recién terminó un año después.
También recuerdo uno de mis poemas favoritos de Emily Dickinson: Fame is a bee / It has a song / It has a sting / Ah, too, it has a wing (La Fama es una abeja / Tiene una canción / Tiene un aguijón / Ah, y también tiene alas).
A sabiendas que, como la Fama, las luces dorada y azul son alígeras y fugaces deberé armarme de paciencia.