No sé si ustedes han tenido la suerte de asistir a una boda últimamente, porque es verdad que empiezan a ser eventos tan excepcionales como el hecho de ver un unicornio; sin embargo, si han podido ir a una, es posible que se hayan dado cuenta de que muchas cosas han cambiado en algo que parece de otra década o incluso de otro siglo. Para empezar, ya poca gente se casa bajo la moral cristiana, pues se trata de un acto de amor que ha evolucionado como tal pero ha intentado desligarse de cualquier planteamiento religioso; y eso es algo que responde a la mentalidad realista e incrédula de las nuevas generaciones. Por otra parte, ya no tiene por qué casarse la novia con el novio, sino que podemos tener dos novias con sendos trajes blancos o dos novios con dos trajes negros. O no tan negros. Ahí viene la tercera diferencia: el color blanco para la novia exclusivamente, un símbolo arcaico de su pureza virginal, ahora también se ha extendido al traje de novio, que, dicho sea de paso, ahora también puede contener numerosos colores antes considerados “femeninos”.
¿No les llama la atención este choque entre tradiciones antiguas y la modernidad tan cerebral del siglo XXI? Es como si quisiéramos crecer, cambiar, pero, al mismo tiempo, sin quitarle valor a la tradición. Y es que, igual que nos gusta la artesanía de los distintos países del mundo, nos gusta el arte que supone que una sastrería a medida confeccione trajes y complementos a mano y según las medidas de las personas que se quieren casar. Dicho de otro modo, una boda es una cosa muy estética y elegante; y además, toca numerosos aspectos, como la gastronomía, la floristería, la decoración de interiores y la música, pues tampoco deberíamos olvidarnos de las orquestas de los banquetes. Algunas son horribles, es cierto, pero otras tienen una calidad digna de grabar un disco. Lo mismo ocurre con la moda en el sector de los vestidos de ceremonia, y, lejos de ignorarla, deberíamos buscar más información sobre ella en páginas como Solonovios.
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