Una de las cosas que más me gusta de los cuentos infantiles, es la manera en la que se representa el entorno en el que viven los protagonistas, que o bien son niños o bien animales de fábula. Sin embargo, me gusta más cuando son niños, porque entonces suelen vivir, en lo que yo llamo, ciudades de cuento. Ciudades que tienen ese toque de urbe medieval o de siglos pasados pero que, al mismo tiempo, carecen de todo ese realismo nauseabundo que las inundaba de verdad en esos tiempos. Esas ciudades, con sus altas catedrales, con sus casas de madera y tejados a dos aguas, con sus cocinas viejas llenas de cacerolas de latón y con sus calles empedradas entre las cuales crece el musgo cuando llueve, siempre están envueltas por un halo de misterio. Un halo, en fin, de cuento.
Y esas ciudades casi existen en la realidad. Casi. Vayan a Praga, en la República Checa, o a Tallín en Estonia; en ocasiones, y sobre todo si se están tomando una cerveza o un café en las plazas, se sentirán como sacados de uno de esos cuentos. Y si van a Suiza a comprar chocolate a una pastelería, también. Esa es otra cosa que me encanta: las fábricas de pastelería; y tanto es así que yo suelo tener el listón muy alto cuando voy a comprar dulces y pasteles, porque siempre elijo la pastelería de Madrid, que es donde vivo, que más se asemeje a las de mis sueños o a las de mis pasteles infantiles. Hay pastelerías verdaderamente preciosas en Madrid, aunque no todas tienen la suerte de incluir ese aire antiguo que tanto me gusta.
Pero tampoco importa demasiado, puesto que solo hay un elemento que es vital a la hora de estar en una pastelería de cuento: los propios pasteles. De hecho, hay una a la que voy siempre a comprar el roscón de Reyes; y su aspecto exterior no me seduce, pero sus pasteles son artesanales, puros. Luego hay otras virtuales, como http://www.productosluque.es, en la que además de más información sobre repostería, hay dulces deliciosos.
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