A veces maldigo la hora en la que se me ocurrió mi cómoda posición de docente en mi antiguo colegio, de profesor de Ciencias Sociales, para fundar un instituto de Educación Secundaria Obligatoria y Bachillerato. Cuando tuve la idea, tenía veintidós años y era un mozuelo recién licenciado y lleno de ideas y de ilusiones laborales. Pero ya se sabe lo que pasa con los jóvenes, que pecan de ser excesivamente ambiciosos y, en ocasiones, muy poco realistas; y si nos centramos exclusivamente en los profesores de literatura, deberíamos quitar lo de “en ocasiones” y sustituirlo por “siempre”.
Yo abrí mi instituto siendo, en efecto, un loco sin perspectivas de futuro. Y lo peor del caso no es eso, sino que encima me rodeé de locos sin perspectivas de futuro, cuando lo sensato tendría que haber sido tener a una persona realista y a ser posible mayor que yo para que me aconsejase. El caso es que me lo monté bien y, durante un año, la cosa dio fruto; pero luego empezaron los problemas, y no pude solucionar esos problemas de inmediato porque la situación económica no era la más óptima. Dicho de otro modo, no ahorré y no tuve en cuenta lo que podría haber pasado.
Lo que ocurrió, porque por suerte ya está empezando a solucionarse, es que nuestro proveedor de material didáctico dejó de prestarnos servicio, lo cual se tradujo en cientos de alumnos sin libros de texto ni diccionarios. Por más que lo intentamos, no pudimos solventar a corto plazo el problema y muchos padres sacaron a sus hijos del centro muy enfadados. Salvamos la papeleta, más o menos, gracias a manuales personalizados por los profesores y servicios de tutorías extraordinarias, pero no quiero que esto se repita. Es que, si se repite, directamente me veré obligado a cerrar la escuela, o eso es lo más probable. |