Yo no sé mucho sobre plantas ni sobre flores. Bueno, miento: yo, directamente, no sé nada sobre flores. Espero que me disculpen, pero es que soy el ama de casa cincuentona prototípica y de lo único que sé realmente es de electrodomésticos, cocina y cuidado de niños. No estoy bromeando, muchas mujeres de mi generación fueron así porque, por aquel entonces, lo que estaba bien visto en una mujer no era que estudiase, que tuviera su carrera y que se ganara la vida con lo suyo, sino que se casase y tuviera a los hijos de la persona que sí tenía que traer el dinero a casa: su marido.
Por eso, repito, espero que me disculpen, dado que no tengo estudios ni cultura y, por lo tanto, puedo cometer errores. Como el que cometí ayer con mi hijo mayor, el de dieciséis años, cuando, limpiando su habitación, encontré una bolsita de semillas. Lo primero en lo que pensé, ignorante de mí, es que esas semillas eran de droga. Sí, lo que oyen: semillas para plantar algo para fumar, algo para inhalar o, peor aún, algo para inyectarse. ¿A que no tiene demasiado sentido? En fin, yo, como madre sobreprotectora que soy, me convencí de que sí que lo tenía, y cuando el niño llegó a casa, le eché la bronca.
Y se la eché injustamente. Él me acabó confesando, muy alterado, que esa compra de semillas la efectuó en una tienda online, y que si no me lo había dicho hasta ahora era porque “eso de plantar flores y plantas era cosa de chicas”. No le hagan mucho caso, es un adolescente. El caso es que le obligué a enseñarme esa página de venta de semillas y tenía razón, eran de esa tienda. La culpa fue mía, por lo tanto, por sospechar de él cuando nunca me ha dado motivos para hacerlo. |