El otro día, quise darle una sorpresa a mi madre mientras estaba fuera y hacer lo que ella ha intentado ordenarme hacer, sin éxito, tantas veces: limpiar el salón y ordenar los cajones. Bien, pues se va a quedar patidifusa, porque se me han cancelado los planes de fin de semana y he pensado que no estaría nada mal hacer algo constructivo, como eso. Realmente, a los cajones les hacía falta una limpieza a fondo, y no lo digo solo por el polvo: había muchísimos papeles inservibles y demás chatarra que no sabía muy bien qué hacía ahí. Mis padres son muy así, de guardar cosas que no les van a servir de nada.
El caso es que me llevé una sorpresa cuando, en cierto momento, encontré una serie de facturas. La mayoría de ellas eran facturas insignificantes de compras en el supermercado y otras cosas similares, pero, en cierto momento, me topé con unas que no esperaba. Eran unas facturas de relojes de pulsera. Y no unos relojes cualquiera, sino unos relojes de los buenos, de los de marca. Cuando mi madre volvió a casa, se quedó sin habla y muy contenta, como auguré; pero todavía fue mucho más feliz cuando le enseñé las facturas. Creía que las había perdido para siempre.
Porque, como ella misma me dijo entonces, yo “compro relojes Cartier siempre que puedo, a ser posible una vez cada dos años, porque me encantan; y luego, guardo la factura, por si acaso”. Claro, no es precisamente barato. Me dijo lo mismo con otras dos marcas: por un lado, “compro relojes Rolex”. ¡Rolex, ni más ni menos! Y por otro, “compro relojes Vacheron Constantin”. En fin, menos mal que siempre hemos estado económicamente bastante bien, es decir, estables; porque, si no, el dinero gastado en esos relojes me hubiera parecido un despropósito. Cada cual con sus caprichos. |