Siempre me he resistido a enviar por correo, vía paquete, cualquier objeto que fuera susceptible de romperse. En serio, soy un poco paranoico con eso de enviar paquetes que contengan algo frágil porque siempre temo que vaya a llegar roto. Si eso pasara con un regalo, por ejemplo, se me caería la cara de vergüenza aunque no fuese culpa mía, y siempre he pensado que, antes de arriesgarme a pasar por eso, no lo envío y ya está. Me quedo compuesto y sin envío, vamos. Así ha sido hasta ahora y no ha habido problema alguno, porque no me he visto en la necesidad imperiosa de enviar nada que pudiera romperse. Hasta ahora, sí.
Mi padre se ha ido de vacaciones un mes a Venezuela. Hasta ahí, bien; el problema es que es un señor que, además de irascible y temible cuando se enfada, tiene sus manías y supersticiones. Una de ellas es llevarse, a cada viaje, una figurilla de cristal de un pez que ganó en una tómbola cuando tenía catorce años. Según él, si no se la llevara, a estas alturas ya estaría muerto, ya fuera porque su avión se hubiese estrellado o porque lo habría pillado un desastre natural inesperado allí adonde había decidido ir. Tonterías... Pero tonterías que me afectan a mí.
Me llamó nervioso, mucho, y me exigió que al día siguiente hiciera los trámites necesarios para enviar paquete a Venezuela con el susodicho pez. Imagínense ustedes el panorama con su furia, su miedo y el mío propio. ¿Y si el pez de las narices le llegaba roto? Seguro que iba a estar temiendo morirse en cualquier momento durante el resto de su vida. Y me echaría a mí la culpa. Malditos envíos internacionales... En fin, lo hice y, por suerte, salió bien: le llegó en perfecto estado. ¡Y menos mal! No quiero tener que hacerlo nunca más. |