Si hay algo que siempre se le ha dado bien a las mujeres de mi familia, incluida mi hermana, es la repostaría. Desde aquí, casi me parece oír los gritos femeninos indignados: “¡Machista, no solo cocinamos las mujeres!” o “¿Te parece bonito reducir a la mujer a algo tan cotidiano y superficial?” Oigan, que yo no pretendo insinuar que las mujeres solo valen para la cocina, válgame Dios; me estoy limitando a describir una realidad: mi abuela y mi madre son de otra época, y mi hermana está estudiando para ser chef profesional y especializarse en lo mismo, así que lo hace por gusto. A mí no me gusta cocinar; pero, si me gustase, no tendría ningún reparo en admitirlo.
El caso es que, desde que era pequeño, siempre he tenido una cosa muy clara: no hay pasteles y dulces como los de mamá; porque los de mi abuela, por desgracia, nunca los pude probar. Dicho esto, se imaginarán ustedes el shock emocional que supuso para mí encontrar una pastelería industrial en Madrid que me gustó tanto como la casera, de la cual me he alimentado prácticamente toda mi vida. Nunca me había pasado esto; siempre, sin excepción, he utilizado la siguiente fórmula para dar mi opinión sobre todo aquello que no fuera de mi madre: “bueno, está bien, pero nada como en casa”. Y no para ensalzar injustamente a la mujer que me dio la vida; es que siempre ha sido la verdad.
Me he enterado de que dicha pastelería también hace roscones de Reyes. Estamos en las mismas: en mi familia, siempre hemos comido los de mi madre; pero ahora siento una curiosidad imperiosa por probarlos y saber si también son así de buenos. Es necesario; será la prueba definitiva de que la vida, en general, nunca dejará de sorprenderte... Ni siquiera en las pequeñas cosas. |