Mi abuela murió la semana pasada. Es una pena, pero la señora ya había vivido noventa y ocho años, ni más ni menos. Sin embargo, es inevitable ese vacío que se te queda; ya nunca más probaremos sus deliciosas galletas de chocolate, su cocido o su pastel de manzana; nunca más nos volverá a dar dinero (a pesar de que el más joven de mis hermanos ya tiene treinta y cuatro años) y, por encima de todo, ya no iremos a visitarla a su preciosa casa de campo. A mi abuela siempre le gustaron las casas de madera, y se nota; nunca quiso venirse a vivir con nosotros a la ciudad.
Este tipo de casas siempre parece que tengan boca y puedan hablar, contarnos historia. Cuando entras en una de ellas, cualquier pisada puede desencadenar una oleada de susurros, de crujidos; da la sensación de que la casa está achacosa (ahora hablo de la de mi abuela, en concreto) y nos dice “eh, mortales, que ya tengo cien años, que duele”. Aunque cuando está de buen humor, también te cuenta historias; porque lo bonito de las casas de madera es que todavía permanecen en ella las marcas del pasado. Hay una viga del salón en la que hay marcadas líneas verticales de cuando mi abuela medía a mi madre cuando era niña, a ver cuánto había crecido.
Yo y mis hermanos hemos resuelto vender la casa, aunque la verdad es que yo no estoy del todo convencida; es tan bonita... la verdad, creo que, si algún día me canso de vivir en la ciudad, con todo ese ruido y esa polución, me iré al campo; buscaré casas de madera en internet, compraré una y viviré en ella hasta que me muera. Igual incluso fundo una familia... claro que mi novio tendría que estar de acuerdo en eso, y no lo veo muy por la labor. |