Con la edad aparece una fe superior, la fe en la palabra.
Cuando era joven, me reunía con las amigas y nos tapábamos unas a otras en las conversaciones, competíamos con la imaginación, por contarnos los mejores momentos, los mejores besos y si alguna nos fascinaba con alguna experiencia, condimentábamos la propia para competir, entonces las palabras eran: maravilloso, apoteósico, sublime, ningún adjetivo era una “máquina de picar sentido”, como leí que escribió una tal Ana Abregú,
Ahora, lo que podemos contarnos, son las enfermedades, y aunque tendemos a exagerar los achaques, nunca exageramos los nombres, hay palabras que directamente desterramos, usamos eufemismos, como mi Roa.
Hay una vieja discusión, no diré nada nuevo, sobre que las palabras tienen su poder, y hay toda una ciencia, el psicoanálisis, que la tiene como instrumento de estudio, ahora la palabra es sospechosa, por su significado, por su significante, por su sentido, por su contexto, y así un sinnúmero de cosas que leí que escribió la tal Ana Abregú.
No podía quedar mi generación fuera del proceso de sacralización de la palabra como instrumento de realización, creo que eso también lo leí en alguna parte.
Pero también leí algo que al menos tiene que llamar la atención sobre esa hipótesis del poder de la palabras, los especialistas en psicología de los animales han descrito el síndrome depresivo en las mascotas domésticas.
Es un misterio, o los animales realmente entienden nuestro idioma y terminan deprimiéndose igual que nosotros o hay algo más que la palabra en todo este asunto.
A los animales, hasta los medican con antidepresivos, después de todo qué son los medicamentos sino readaptaciones o interferencia del menjunje químico que somos todos los seres vivos.
Leí que el medicamento para los animales actúa como un inhibidor de la serotonina del animal, es como el prozac para animales.
El desorden deficitario de atención, es uno de los síntomas que se detectan en animales.
Exactamente los síntomas que presentaban las semillas de amapola que habíamos sembrado el niño y yo; para los que no lo saben, las amapolas son relativamente fáciles de sembrar, no hay ni que enterrarlas, una les hace el favor y las entierra, pero si no lo hiciera, lo harían ellas solas, es como si esa tenue vida que son, les sirviera para darse cuenta cuándo están expuestas al aire libre y la glotonería de los pájaros y encuentran el modo de enterrarse a sí mismas.
Crecen en lugares insospechados, por ejemplo, si una semilla cae entre dos baldosas, ella encontrará el modo de enterrarse y crecer ahí mismo, constreñida entre las baldosas. Son un poco provocativas las amapolas, el único problema de esa situación es que es casi imposible transplantarlas, una vez que la amapola echa raíces no se la puede exiliar, probablemente muera; las amapolas se aferran a su predio; una vez que decidió brotar, está unida al lugar en que decidió hacerlo, es en el fondo, una sentimental.
La hipótesis sobre el trastorno bioquímico, tanto humano como animal, que se soluciona con el prozac, me pareció un buen diagnóstico para la amapola tímida.
Así le expliqué al niño, y así le dijo el niño al padre: Papá, la ampolla tiene un desorden supositorio de atención, dijo.
No creo poder detectar trastornos obsesivos compulsivos ni siquiera en las personas, pero parece que en los animales domésticos es más sencillo, comienzan a comportarse de forma extraña.
El problema con la amapola es que no se dejaba ver, y las neurociencias se basan un poco en el análisis de ese comportamiento a falta de palabras, nuestra amapola no presentaba ni siquiera presencia, el comportamiento extraño era justamente su ausencia.
Para los animales hay un tratamiento, por qué no iba a servir para la amapola si ninguno de los dos habla.
Es como otra forma de medir o de leer la palabra, un síntoma, es la expresión subjetiva de la enfermedad y de él sólo se sabe algo, si el paciente habla. Un signo, en cambio, es la manifestación objetiva del padecimiento y de él nos enteramos por el examen físico del paciente.
Con esa simple fórmula lo que no tendría con la amapola, como no se tiene con el animal es el síntoma, pero podría conocer el signo.
Todo esto es lo que le expliqué al veterinario cuando el niño y yo llevamos la maceta en donde se suponía que estaba la amapola tímida.
Yo quería una receta del prozac para perros.
El médico estuvo callado un momento, nos miraba a uno y al otro, el niño, con los ojos enormes, fijos y expectantes, hasta que el médico dijo: No puedo recetar nada sin una historia clínica.
A pesar que le expliqué que la historia clínica era bien corta: la semilla estaba enterrada y se negaba a brotar, a pesar de haberle hecho escuchar a Iron Maiden primero y el coro que armamos con el niño, de nuestras propias composiciones, no hubo caso, el doctor se negó a darnos la pastilla antidepresiva para perros.
Abu, si la ampolla tiene un desorden supositorio, quizás con un poco de sopa se arregla, dijo.
Aún cuando la cultura y la globalización determina que haya cierta familiaridad con el discurso científico o médico, hay gente que una encuentra, como ese veterinario, que no sabe nada de nuevos conceptos o métodos, y que en definitiva la palabra del niño o la mía, la de Adelaida, es útil para determinar el síntoma, cuando el paciente no puede hacerlo.
Debí recurrir, creo, a una escritora como la tal Ana Abregú, que podría haber explicado lo del signo, el síntoma, los significados y significantes, mejor que yo.
Adelaida Sharp
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