No se debe explicar un cuento, niño, hay que leerlo, lo que se puede hacer es buscar las palabras en el diccionario, que es el libro que explica las palabras, le digo.
Pero tengo pereza, Abu.
Mira niño, ponemos aquí pereza, y sale esto: Negligencia, tedio o descuido en las cosas a que estamos obligados; o esto otro: Flojedad, descuido o tardanza en las acciones o movimientos.
No Abu, no quiero saber qué es pereza, te digo que no tengo entusiasmo para entender el cuento, me dice el niño.
Mirá niño, entusiasmo: Exaltación y fogosidad del ánimo, excitado por algo que lo admire o cautive; esta es rara, le digo: furor o arrobamiento de las sibilas al dar sus oráculos.
Abu, te digo que no tengo ganas que me leas nada, quiero que sólo me expliques.
Como dije antes, si juegan al cuento del gallo Pelao con un niño, en algún momento lograrán que los odie.
El tema es que nos pusimos a leer cuentos porque no logra recordar la palabra procrastinar, de manera que la amapola tímida, no pudo ser bautizada aún.
En la bitácora que escribimos con el niño, yo como notaria, el niño con dibujos, escribimos la palabra, documentamos que rechazamos la palabra por impronunciable, de manera que estamos a la búsqueda de mejor nombre.
Mi siguiente propuesta fue leer cuentos a ver si podemos encontrar un nombre adecuado.
El niño descubrió que no es lo mismo leer un cuento con la expectativa de saber qué pasará en cuento, a leer el mismo cuento con la expectativa de buscar un nombre adecuado para la amapola.
Creo que lo descubrimos los dos, porque no pudimos dejar de reconstruir la historia de la amapola, con la historia que leíamos, a veces encajaba, otras no, y nos hacía retroceder y volver sobre la lectura o los hechos una y otra vez, sin poder reconstruir la explicación.
El niño se impacientó e insistía en encontrar un método para eliminar el factor “encontrar el nombre para la amapola”, de la historia del libro.
Cuando no lo logramos, comenzó a pedirme explicaciones, y yo a evitarlas.
A veces es momento de escuchar música en vez de leer, o jugar al futbol, pero no soy buena proponiendo ese tipo de actividades.
El asunto de fondo, es que el niño ha comprendido de repente que el nombre es algo más significativo de lo que parece, el nombre de las personas, la amapola y de las cosas, no sé qué tanto significado pueda él asumir en ese concepto, pero al menos le produce sueño, los niños evaden lo que los abruma con un sueño abrupto, inminente y salvador.
Cuando mi hija me pregunta por qué está dormido el niño, yo le digo que está haciendo acopio de fuerza pues es momento de comenzar a pensar en el nombre de las cosas, que tienen un por qué, con una historia y una razón.
Cuando el mundo comienza a explicarse con las palabras, los niños empiezan a dormir mucho, muchos adultos también, creo,
Esto no lo leí, es teoría de la abuela Adelaida.
Pero mi hija piensa que son historias mías, y tiene su propia explicación: afuera llueve.
La teoría de mi hija es: el niño duerme porque afuera llueve.
Yo no encuentro mayor validez científica a esa teoría que la a mía.
Las teorías, después de todos son adaptativa, tal como lo es la inteligencia, que se adapta y fluye.
Este asunto del clima como influencia sobre la conducta del niño, me gusta más que pensar que la estaré provocando yo; del clima, creo, no tengo la culpa, o ¿si?
Cuando en la tierra no había autos, ni aire acondicionado, ni asesinato de árboles, ni heladeras que contribuyen con sus miasmas a la basura invisible de la atmósfera que nos envuelve y que terminará dándonos serios disgustos, hubo toda una era del hielo que dejó al planeta con un montón de especies nuevas y otro tanto de especies perimidas, y nada de eso parece tan importante como el día que se aprende que la palabra que nombra las cosas, es lo que realmente permite que se sepa que hasta hubo una historia antes de la palabra.
Paradojas de la literatura.
Adelaida Sharp.
|