Si bien las tipas compiten adecuadamente con los jacarandás en los parques de Buenos Aires, superándolos muchas veces en corpulencia, al florecer cometen un error estratégico: Las tipas se rehúsan a entregar así como así las hojas en el invierno, y cuando llegan a la etapa de florecer esas cositas amarillas que fabrican, lo hacen entre mucha hojarasca verde, y el efecto se diluye. El jacarandá no. El jacarandá espera, llega del invierno pelado, y florece así, de una, casi desnudo de hojas, y claro, esas flores lucen de manera espectacular. Como un collar de perlas en el cuello de una señorita completamente desnuda.
Reconozco profesar un amor incondicional al jacarandá por cuestiones que no voy a ventilar ahora, pero tengo que reconocer que, para la época en que florece, pocos otros árboles se le comparan en belleza visual, aunque en cuanto a presencia y reinado de ambiente, especialmente cuando llega la noche y acomoda a todos los gatos como pardos, el tilo, con ese perfume de jazmín edulcorado, avasallador y mareante, invade como nadie muchas veces los mismos sitios donde jacarandáes y tipas, apenas una rato antes, discutían la forma de establecer sus preeminencias en el aire.
Entonces, el jacarandá de día, y el tilo de noche, le ponen la firma a noviembre, pero por respeto no vamos a olvidarnos de las tipas y sus florecitas amarillas. Finalmente, cuando éstas terminan siendo semillas, son esas cosas divertidas y locas que dan vuelta en el viento sobre sí mismas, exhibiendo el raro mérito de haber presagiado durante largos siglos al helicóptero y sin que nadie lo supiera.
Tal vez algún día algún poeta se ocupe de ellas. |