Y sí, totalmente de cuento. Es que todo esto viene de cuento: en el partido con Corea, cuando las vuvuzelas le escondieron a De Michelis al coreano que lo primereó, resulta obvio que ese pasaje fue para resaltar en el cuento ese capítulo de hoy donde el grandote fue a cabecear algo que se le quedó trunco como cabezazo (también para remarcar el suspenso) y así la bola quedó justito para que le pudiera meter el patadón y adentro.
Así se rompió el hechizo de invulnerabilidad aquilínea, porque los griegos defendían con nueve y el arquero que sacaba todo. Messi corría siempre entre cinco pibes del peloponeso. El arco estaba cerrado por una profecía del oráculo de Delfos. Escuché por ahí que cinco de los jugadores de Grecia superaban el metro noventa, otros cinco pasaban fácil el metro ochenta y sólo tenían un petiso como para despistar.
Entonces, claro, había que meterlo a Palermo como para ver si podía bajar algo de cabeza en el área. Pero los cuentos no son así, tienen que sorprender. El personaje que representaba Messi tuvo que hacer una maravillosa jugada, desparramando griegos como hubieran soñado los persas en Termópilas. Pero claro, el fulminante tiro del final de la Pulga tenía el destino previsto por los augures, o sea, una vez más, pegarle al ubicuo arquero infranqueable. Y rebotar...
En el rebote, está la esencia de la cuestión literaria. El azar puede disponer cualquier destino para una pelota rebotada: no hay intención en eso, nadie puede prever un rebote así, es todo cuestión del hado o de los dioses. Y claro, la pelota no podía salir para otra parte que a ese sitio donde Palermo se había citado con su propio Destino. Cualquier otra cosa hubiera sido una infamia, una traición imperdonable a la esencia misma de la literatura heroica.
Ahí estaba el hombre, solo, sin griego alguno que lo tuviera en cuenta, abandonado a su propia circunstancia de veterano centroforward, como perdido de posición, olvidado hasta por el adversario, y el lector diría que también por el argumento del cuento. Pero no, esa apariencia era nada más que para engañar distraídos: Palermo vio venir la bocha como un sueño cumplido, sólo tuvo que tocarla, casi con indiferencia, para mandar el balón a juntarse con la gloria.
Un cuento así, guión con aguda intuición, tiene, convengamos, a esta altura de su redacción, un solo final posible: Argentina va a salir campeón.
Cualquier otro final sería, no sólo inadecuado, sino inverosímil. Se ercibe.
Ahora, habrá que esperar, con toda tranquilidad, el previsible epílogo. La parte que sin embargo me seguirá resultando oscura, tal vez para siempre, es la imposible determinación del autor oculto de una saga de esta naturaleza.
Pero qué importa... lo que cuenta son los resultados... |