Recuerdo que le había preguntado por qué ese día no iba a la cancha. Y en su respuesta, tal vez algo extensa, comprendí que era un gran hombre.
Acaso los domingos por la tarde, cuando el sol parece deslizarse por el fondo de la avenida San Juan, y el cielo se pone entre azul y rojo, la nostalgia o quizás las leyendas brumosas se hacen agoreras, se presentan como ahogadas en una plegaria monocorde.
La tarde que me encontré con Braulio en un bar de Boedo tenía aquellas características.
En el recuerdo de aquel sueño casi imposible, la figura del amor se levantaba como una esperanza, sin permitir prever el drástico final ni el lejano principio, produciendo una elipse más cercana a su destino que a la desgracia. En un tono acompasado, y en la absoluta soledad de su voz, comenzó el relato.
— Le voy a contar la historia de alguien que no jugó en San Lorenzo —dijo.
Le aclaré que podía ser la historia de millones de personas, o que la posibilidad de no jugar en San Lorenzo era mucho mayor que la contraria, o algo así. Sonrió sin ganas y alisó su escrupuloso bigote.
Supuse, en ese gesto, que estaba convencido de que su narración era más interesante que la de cualquier otro que no hubiera jugado en el club de Boedo, y me preparé para escuchar un tedioso relato que sería, seguramente, pobre y habitual.
— Terminaba el año '45 —dijo haciendo una pausa—. San Lorenzo tenía jugadores que estaban por encima del nivel de cualquiera, porque en aquel tiempo todos los equipos tenían jugadores excelentes, pero San Lorenzo... ¡madre mía! Me parece que, sin saberlo, se preparaba para salir campeón. A mí me había visto un tal Isidro nosécuánto que recorría los potreros de los barrios pobres. Yo vivía en Parque de los Patricios, pero lejos de la avenida Caseros, hacia el sur.
Esta aclaración, que podía presumirse innecesaria, se había acomodado en mí, permitiéndome recrear una sociedad posible.
— Siempre había creído —continuó— que yo no jugaba ni bien ni mal, pero sabía, por comentarios, que yo no era gran cosa... en fin... . El día que llegó Isidro nosécuánto y se plantó en un rincón del potrero, como lejano, me pareció que miraba a los otros, pero no, estaba mirándome a mí, ¡a mí! ¿Me entiende? A mí, que era un tipo cualquiera que jugaba al fútbol en un potrero. En un momento se acercó y me dio una tarjeta. "Mañana, tempranito, a eso de las ocho, venite por el club", me dijo. "Traete los botines que usás, y ganas de meter algunos goles".
Se dio media vuelta y se fue. Imagínese. Yo ya no era un pibe, pero todavía tenía los sueños y las esperanzas intactos. En la tarjeta estaba el nombre de él y decía: San Lorenzo de Almagro. Los muchachos se me arremolinaron. Algunos me felicitaban y otros chasqueaban la lengua, creo que por envidia. No lo voy a abrumar con detalles que guardo para mí y que no aportarían a esta historia. En ese equipo había verdaderos monstruos. Imagínese, ¿¡yo al lado de Greco, de Colombo, de Zubieta?! ¡De Pontoni! Tipos que parecían haber nacido con una pelota atada al pié y un arco frente a los ojos. En fin.. Pero todo llega en la vida, bah, eso dicen.
Me pareció notar una desazón en la voz, como si la leyenda comenzara a ganarle la partida al hombre. Los silencios se hacían más largos y una severa mirada escapaba de la mesa del bar a través de la ventana, vaya a saber uno hacia dónde.
— El '46 llegó de golpe, aunque cuando uno es joven el tiempo pasa con alguna lentitud. Sin embargo, un lunes de aquel año, cuando me avisaron que Farro estaba resfriado y que no podría jugar el domingo ni aunque se curase, quedé estupefacto. ¡Imagínese! Iba a debutar en aquel equipo de San Lorenzo del '46.
Debo reconocer que me causó alguna gracia la manera en que lo dijo. Como si entonces hubiera tenido la posibilidad de elegir entre el San Lorenzo del '46, del '33, del '72 o cualquier otro.
— Y aquí comienza la historia —ahora me intrigaba, porque durante el relato había pensado que de eso se trataba—. La noche anterior, subiendo al colectivo me torcí el tobillo izquierdo, porque en aquella época, sólo algunos pocos ganaban algo de plata y podían tener auto, además, no se concentraba como ahora —me aclaró como si fuera necesario—. Me llevaron al hospital, pero el daño estaba hecho y ese domingo no iba a poder jugar. Mientras esperaba en la sala del hospital, se me acercó una enfermera y me preguntó si necesitaba algo. Dígame, ¿usted alguna vez vio un ángel? ¿Pero un ángel de esos que aparecen pintados en algunos cuadros, hecho mujer y fuera de una tela que pueda quitarle alguna dimensión? Eso vi yo aquella noche cuando apareció Elena —hizo otra pausa—. Me revisó y, vendándome el tobillo, me recomendó que hiciera reposo. Yo sólo la miraba a los ojos. Ella cada tanto bajaba la vista. Me fui a mi casa y me dormí soñando con un ángel. Aquel domingo no pude debutar en San Lorenzo, entonces, decidí pasar por el hospital. Ahí estaba ella. Le di cualquier excusa. Que me dolía, que no podía caminar, que se me hinchaba, que sentía algún escozor. "¿Dónde?", me preguntó. "En el corazón", le contesté. Nunca supe de dónde habían salido esas palabras, pero ahí estaba yo, diciendo esas cosas que jamás había pensado. Mi tobillo se recuperó en un mes, que en esos años era el período natural. Pero también en ese tiempo, o quizá poco después, mi relación con Elena había progresado y ya conocía a sus padres. En algún momento preferí los domingos de ravioles caseros a los de cancha. Además, los entrenamientos me resultaban fastidiosos y extremadamente prolongados, sobre todo sabiendo que Elena me esperaba a la salida. En algún momento tuve que decidir entre el fútbol y un hogar. Pero para tener un hogar había que tener un trabajo, así que me fui a unos frigoríficos cerca del Docke, en donde necesitaban oficinistas y conseguí el trabajo —ahora hizo una interrupción modesta, pero con algo de desprecio—. Sí, ya sé lo que está pensando, pero no me mire así. Con el tiempo aprendí que no son grandes o pequeños los destinos, sino los hombres. Con Elena tuvimos dos hijos y muchos momentos de alegrías. También conocí la desgracia. ¡Qué ironía! Elena falleció un domingo. Pero eso sería parte de otra historia y no quiero molestarlo con detalles. No -dijo abatido, mirando un horizonte que ya estaba lejos-, los domingos no voy a la cancha. A veces enciendo la radio cuando ya terminó el partido, sólo para saber cómo salió San Lorenzo.