Apenas amanece, jugueteo con tu carta entre mis dedos, fechada el trece de marzo, que dice claramente : 'Llego al Bs As el día 3 de Julio', y el día había llegado.
Pienso en una mujer delgada, de cabello negro que miraba con ojos un poco tristes o melancólicos, soñando con su tierra, algo perdida entre palabras de un idioma que había tenido que aprender en una semana.
Los enormes ojos negros, chispeantes en el espacio que nos separaba, parecían dos muelles de una misma costa distante, increíblemente olvidada.
Un par de medias negras te devoraban las piernas hasta los muslos, un trozo de falda te abrigaba el pubis con avaricia.
Dejo la carta sobre la mesa y sin perder un minuto me abrigo y viajo hasta Ezeiza.
Es un día gris, con lloviznas, frío y tristezas de tantos años de espera, de manos en los abrigos, gruesas bufandas. Un viento mordaz atraviesa el pasillo central.
Me agazapo entre olvidos y letargos, confiando en el arribo de algún vuelo desde Europa, como si lo hubiese hecho todos los días de estos años. La fantasía de esperar el vuelo se está cumpliendo, pero entonces algo comienza a desvanecerse, tal vez la misma fantasía.
Miro los rostros creyendo encontrarte en todos, los observo con detenimiento, y luego de indagar en cada uno, voy en seguida a otro, con alguna obsesión.
En un momento me detengo recordando el primer encuentro. 'Su ei calisté', te había dicho y vos, en mal castellano, me preguntaste si aquello era turco. Con indignación te dije que no, que era griego, sin saber que el griego antiguo casi no tenía relación con el griego corriente. La sorpresa que tenía preparada para vos, había sido para mi.
¿Tan inexacta la carta? ¿Hacía falta eso?, pienso. Aunque prefiero no protestar. Sé que cometí el error de no irme con vos y debo soportar la espera, esos pocos minutos sin decir nada, a cambio de un viaje no realizado.
Volvía de comprar algo para cenar cuando oí sonar el teléfono, atendí y reconocí la misma voz que en un idioma entre griego y castellano me decía que querías verme para 'hablar de cierto asunto'; que luego duraría dos años.
Con el tiempo, perfeccioné el recuerdo, y ahora se levanta vigoroso en mi memoria, trazando puentes entre el hoy y el siempre. Se que ese recuerdo manejó mi vida, y ahora maneja mis impulsos.
Corro por el espigón internacional, de una punta a la otra. Con alguna esperanza, intentando contener la respiración para que no se note conmovida, para poder soltar la emoción a tu llegada.
En un momento quedo frente a un espejo, y puedo verme sonriente, haciéndome un guiño. Acomodo el abrigo negro, quito una pelusa de la solapa y aliso los pantalones.
Un fin de semana, viajando hacia Chascomús por la ruta dos, en el kilómetro noventa y siete, me pediste que detuviera el auto. No comprendí la razón, eran apenas las cinco de la madrugada y recién estaba aclarando, algún rayo de sol asomaba por el este, plateando los campos aún con el rocío. Estacioné en una entrada a una estancia. Te sentaste sobre mi, de frente, me bajaste los pantalones y te levantaste la pollera. Sonreíste, y así hicimos el amor, ante mi atónita mirada, sin que pudiese salir del asombro, hasta que tuve que reír también tan sólo de pensar en el Citroen, moviéndose con los vidrios empañados y en medio del campo.
En un segundo supongo que llegás y te veo, corro para abrazarte; cierro los ojos, hago el gesto del abrazo y llevo, inconscientemente, hacia adelante los labios para apoyártelos 'en el cuello, que te gusta', me digo casi en voz alta.
Si llegás, si un avión te trajese, te depositara en mis brazos repentinamente, sin preguntar si eso es la felicidad, como cuando te llevó, arrancándote de entre mis manos, impunemente, separándonos, causando dolores y heridas profundas que aún no cierran. '¡Carajo!', me digo en voz baja.
'Yo soy el halcón, y tu eres mis alas, y cuando tu estás lejos, yo pierdo el vuelo.'
Una ilusión es, entonces, como un tormento cansino y furioso. Alguna vez pensé que era mejor no tener ilusiones.
Cierro los ojos un instante, otra vez, sueño despierto y despierto soñando con el regreso, con vos en alguna parte. Como había estado estos últimos cuatro años. Llevándote del brazo por las calles, presentándote a mis amigos.
'De tu amor tomo la fuerza y puedo gobernar el mundo.'
María, ayer el adiós y el silencio que muerde el deseo.
Como aquel día que en un ataque de ira había decidido abandonarte y súbitamente, mirándote a los ojos, me desaté a llorar entre tus brazos, como un adulto que aún conservaba algo de niño, o como un niño que se convertía en adulto. Y comprendí que no podía dejarte, que el amor era más profundo de lo que había imaginado sentir alguna vez, y me vi preso dentro de mi propia libertad, esclavo de un amor, felizmente tiranizado.
'Pero una marca en mi cuello, de tus besos, me martirizará como si aún estuviese entre tus brazos'.
Podía esperarte hasta la última gota de mi tiempo, hasta el último encuentro con mi propio espacio.
Voy al baño, me peino. Quiero estar presentable, observar hasta el detalle más pequeño. Tentadores mingitorios pretenden hacerme perder este maravilloso tiempo. ¡Podrías estar en Buenos Aires ya mismo!
Vuelvo al pasillo central en un apuro que sabe a presagio. Vuelo desde Madrid, el último del día, no hay alternativa, debe ser en éste.
Pasa la gente, se mezclan las miradas entre abrazos y bienvenidas, la última posibilidad estalla como una noche oscura en el amanecer.
Me siento gritar '¡Aquí estoy!'. Pero solo pudo sentirme. Miro sorprendido el paso de todos, se me antoja lento y estúpido.
Y recuerdo el trajinar de las estrellas y de la luna observándonos a través de la ventana del dormitorio, desde la cama, donde vos me contaba historias mitológicas sobre Afrodita, diciéndome que 'pasa para controlar que las parejas hicieron el amor, y ella sabe que en esta casa está todo en orden y dice : bueno, puedo seguir, hoy también hicieron el amor, porque una griega que es de mi pueblo, no puede estar una noche sin hacerlo, muy bien chicos van bien, ¿Sabés moró?'
Me invade el frío del encuentro postergado, me cubre de negro el regocijo de amar. Bajo la cabeza y comienzo a caminar hacia la salida.
Estás en la puerta de entrada al espigón.
- ¡Malaka!, te espero desde una hora y media, ¿donde estás? ¡jazé!
Te miro desde mi tiempo perdido, desde mis anhelos casi olvidados. Mi corazón no pide explicaciones de las horas que me hundieron sus agujas, cada día. En un momento me parece que tambalean mis piernas, como dos espigas al viento. Pienso abrazarte, besarte, hacerte el amor ah¡ mismo, pero prefiero contenerme para no perturbar el milagro de la memoria. En un instante comprendo que si muriese el recuerdo, nacería el olvido.
Es tan sublime la distancia y el silencio, que cualquier realidad parece insignificante comparada con la pasión de un sueño.
Te miro. Te observo como a una estatua caprichosamente inalcanzable.
Esta quimera fue todo en mi vida, de eso me alimenté y ahora puede ser el fin.
Camino hasta dejarte detrás. Saco las manos del abrigo. Estiro los brazos como para pedir clemencia, y sigo mi marcha.
- ¡Grecia queda lejos, malaka! Vine a buscarte ¿Den m'agapás?
Me detengo, doy vuelta y pienso decirte algo. Bajo la vista y quiero que todo desaparezca a mi alrededor. ¿Con qué derecho venís a arrebatarme la historia para cambiarla por un presente grosero, desconocido, innecesario?
Abro la boca, el frío entra a mi garganta, a mi todo.
- María, perdoname - te digo levantando la mirada -. Estoy enamorado de tu recuerdo.
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