Al cascarudo se lo vio por Recoleta. Como uno más. Justo en esta época en la que misteriosamente emergen otros, buscando la epifanía del momento de la fornicación.
El insecto en cuestión, sospecha que ese destello en la ingle está condicionando sus movimientos de estertor epiléptico, con el mero objetivo de exhibir las pinzas lustrosas hacia alguna cascaruda; ostenta erecto el órgano con que busca el culo de la cascaruda, diseñado con una espina en el prosterno que genera un chasquido al oído humano, pero una obertura para la cascaruda; si afinado, el cascarudo incrustará medio milímetro en el cuerpo indescifrable de la cascaruda y habrá descubierto la relatividad de las formas, por un efecto de licuefacción dentro de ese cuerpo efímero, breve, metálico.
Pero este cascarudo, tiene nombre, se llama Gregorio, al presente cuenta con púas, un cuerpo al que le cuesta acomodarse en el espacio, ahora nocturno, psicófago, literario y malherido de eternidad, se encuentra desconcertado ante la extraña metamorfosis de la cascaruda a la que en vez de reconocerla como una especie de elátero, semejante a sí mismo, lo mira desde una dimensión de gran angular, apuntándole con un enorme zapato de erótico tacón aguja.