( Miradas desde la literatura y el cine sobre el aburrimiento y el tedio)
por Maximiliano GONZÁLEZ JEWKES
1. Aburrimiento y horror
El aburrimiento o tedio es un estado de desinterés o de falta de energía, se puede pensar que tener mucho tiempo libre causa aburrimiento. De hecho, el tiempo parece transcurrir más lento cuando alguien sufre de aburrimiento. El aburrimiento también puede llevar a acciones impulsivas o excesivas sin sentido, o incluso que perjudiquen los propios intereses. Quizá todo se reduzca a un asunto semántico, a definir objetivamente lo que es el aburrimiento. Pero, ¿es definible objetivamente un estado de ánimo que alguien padece? El mismo diccionario parece confundirse al incluir entre las acepciones del aburrimiento el término repugnancia.
Se trata de un estado de ánimo pasivo que hunde a quien lo sufre en la inactividad y prácticamente en la insensibilidad y la inconsciencia. Salvo porque respira, el aburrido podría estar muerto. Al aburrido no le interesa nada; nada lo mueve, ni para bien ni para mal.
Tedio, hastío, fatiga; agotamiento, diría que el aburrido querría desear, pero no lo logra. o quizá quiere hacer algo e incluso sabe qué: pero no puede hacerlo. No acumula suficiente energía para poner en marcha su voluntad.
Fastidio. Impedimento. El aburrimiento ataca a cualquiera. Acaba con todos los impulsos de su víctima..
Alguien que no piensa, ¿puede aburrirse? ¿Basta con sentirse aburrido para saber que uno es un ser pensante? Pero el aburrido no puede hacer nada; ni siquiera saber que está aburrido.
La etimología de la palabra aburrir viene de abhorrere, en latín “tener horror”[1]. Se trataría de una posición que, por evitar el horror, cae en el desinterés. Si bien con el aburrimiento pareciera ser que el horror ya no es posible, éste mismo es la huella de la permanencia latente de aquel.
2. Indiferencia y abundancia en los 60.
Ya desde la década del sesenta, se avizora una respuesta sintomática desde el arte al problema del aburrimiento dentro de la sociedad de consumo. La cultura occidental parece adolecer de esta falta de sentido, de ese divorcio con el mundo, y sus respuestas no se hacen esperar: desde la literatura es contundente la visión que ofrece la novela de Alberto Moravia, El aburrimiento (La noia), donde un personaje frustrado por no poder encarar su vocación de pintor y en el marco de una vida acomodada (a raíz de una madre rica a la que desprecia), comienza a construir una verdadera teoría general y universal sobre el aburrimiento, que en realidad ya había sido imaginada por Kierkegaard [2]:
Paso por alto los desastres del aburrimiento durante mi adolescencia
entonces se atribuyó mi pésimo resultado en la escuela a ciertas “debilidades”
o sea a congénitas incapacidades en una u otra materia de enseñanza; y yo
mismo a falta de otra más valedera, aceptaba semejante explicación. Ahora,
en cambio, sé de modo cierto que las malas notas que sacaba a fin de año
se debían a un solo motivo: el aburrimiento. En realidad yo sentía que no tenía
ninguna relación con todo aquel fárrago (que se me enseñaba), o si lo tenía era
en la medida en que comprobaba su sentido fundamentalmente absurdo.
Recuerdo que ya entonces tal sufrimiento me inspiraba el deseo de definirlo y
explicarlo. (...) Así el resultado fue concebir un proyecto de historia universal
desde el punto de vista del tedio; pero no alcancé a escribir más que las primeras
páginas. La historia universal, desde el punto de vista del tedio, se basaba en una
idea muy simple: el resorte de la historia no era el progreso, ni la evolución
biológica, ni el factor económico, era el tedio, era el aburrimiento.
En el principio pues era el aburrimiento, vulgarmente llamado caos.
Dios, aburrido del aburrimiento, creó la tierra, el cielo, las aguas, los animales, y
creó a Adán y Eva, quienes, aburriéndose a su vez del Edén, comieron del fruto
prohibido. Dios se aburrió de ellos y los desalojó del Edén; Caín, aburrido de Abel,
lo mató; Noé, que en realidad se aburría demasiado, inventó el vino; Dios,
nuevamente aburrido de los hombres, destruyó el mundo por medio del Diluvio;
pero éste también acabó aburriéndole, y entonces hizo que volviera el buen
. tiempo.
Y así sucesivamente.....[3].
El aburrimiento y el tedio provienen en el personaje de Moravia de la educación fascista y se instalan en el protagonista como un estigma indeleble. El aburrimiento se origina en la comprobación de la falta total de sentido del mundo y se convierte en una dolencia existencialista. Esa falta total de sentido reemplaza a la clásica visión racionalista y contenidista de la historia.
Para eludir el aburrimiento, Moravia ensaya varias definiciones que, como no podía ser de otro modo, resultan reveladoras y provisorias y mucho más ricas que las que proporciona el diccionario. Así, el aburrimiento es la imposibilidad de creer en el mundo, una falta de relación con las cosas, la imposibilidad de estar consigo mismo, es un disgusto permanente con la vida que no opta por la muerte, el descubrimiento de la falsedad, el simulacro que cubre todas las relaciones que entablan con lo que los rodea. También es una insuficiencia o escasez de realidad, una enfermedad que nace de un sentimiento profundo de lo absurdo, una oscura consciencia de que entre el yo y las cosas no existe ninguna relación.
Esta falta, este vacío se hace presente además, en films como Blow Up (1966) de Michelangelo Antonioni, y fundamentalmente en La dolce vita (1960) de Federico Fellini.
En Blow Up, Thomas, fotógrafo inglés de modas en el Londres de los años 60, cree descubrir un crimen en una foto que circunstancialmente toma a una pareja en un parque durante el mediodía. Esa foto es la esperanza de un sentido que desea capturar a toda costa, en un mundo atravesado por una abundancia en la que los objetos han perdido su función y por lo tanto, los hombres están perdidos. Un crimen es la posibilidad de sentido que Thomas persigue no por cuestiones morales, sino por inquietud existencial. Eso es lo que se vive en términos de aburrimiento: el sinsentido de una abundancia que pone a las relaciones entre objetos y personas en crisis.
La dolce vita, está estructurada en episodios que tienen poco que ver entre sí, pero que funcionan como escenarios vitales posibles que se le ofrecen al protagonista; el hilo conductor de la película es el deambular de Marcelo Rubini (Marcelo Mastroianni), un periodista todavía joven, intelectual frustrado, casanova, presa de un spleen existencialista y dividido entre su amor –de corte maternal- hacia su novia Emma (Yvonne Furneaux) y su deseo de libertad.
Rubini vive un vértigo festivo que pronto alcanza su sentido. Steiner, el verdadero intelectual es quien lo expresa mejor. Consciente de esa noia, de ese pathos que lo acosa desde la abundancia y la desaparición del deseo, decide matar a sus hijos y eliminarse. Nada tiene demasiado significado en esas fiestas interminables en la que ya el festejo ha sido despojado de su condición extraordinaria y Rubini, atónito empieza a comprender.
Se roza la nada de manera inconfundible en ambos films y el acicate revelador de esa nada es la muerte. Se trata de un aburrimiento conectado con la ausencia de finalidad en la propia existencia.
3. Neoliberalismo: violencia, aburrimiento y vacío
En nuestra sociedad el estallido de los valores, la caída de los ideales, provocan desasosiego, inasibilidad y vivencias de vacío. Alienación, desafectivización, e indiferencia promueven el despuntalamiento y rotura de las redes sociales. Es a partir de este proceso agudo de fragmentación social que los individuos caen en la apatía y el aburrimiento, producto del desaliento por la ausencia de contención desde el tejido social que genera violencia.[4]
La tecnología a través de la cual los hombres se comunican (que está creando un universo común a todas las naciones), es al mismo tiempo la que sojuzga a la naturaleza y a los hombres. No se contenta con proporcionar a la política instrumentos de control y coacción: ofrece un modelo de incitación a la dominación total. Cuando se posee el último poder sobre la materia es difícil admitir que el espíritu resista.
Junto con la revolución tecnológica se asiste a la coexistencia de las formas más primitivas y crueles de la violencia que el proceso de la civilización afirmaba haber atenuado. La cultura, que debería ofrecer las posibilidades sublimatorias a las pulsiones, se constituye por diversos motivos en un caldo de cultivo para las mismas. Cuando la violencia se acrecienta y generaliza se producen respuestas contradictorias. En tanto promueve miedo e inseguridad, se banaliza la violencia defensivamente, se la naturaliza: "guerras hubo siempre”, se afirma. Esta cultura hace del miedo una institución. A su vez, la incertidumbre y el miedo continuos pueden alcanzar un efecto inesperado.
La violencia social es un fenómeno histórico que se relaciona con condiciones sociales particulares, y que es un proceso interactivo entre los individuos y sus ambientes, efecto de condiciones sociales facilitadoras de estos sentimientos agresivos: hacinamiento, desnutrición, desempleo, desigualdad, pobreza, frustraciones y marginalidad. Al mismo tiempo que sostener o mantener desde lugares de poder, estas condiciones de asimetría social implican de por sí el ejercicio de la violencia. Con la caída de las conquistas sociales, y el desmantelamiento de la solidaridad, observamos un gran cambio en la subjetividad de nuestra época. La falta de sanción se verifica en la impunidad que gozan aquellos que han franqueado la ley, el sentimiento de desprotección se generaliza.
Horror, violencia y aburrimiento, parecieran constituir los paradigmas sociales de nuestro tiempo, y el arte busca la forma de representar este estado de cosas.
Esa nada que ya había sido señalada por el arte de los 60, desde los profundos cambios ya mencionados, lejos de diluirse parece haber crecido. El neoliberalismo, un sistema que ya no se identifica con las acciones del estado como reaseguro del sostén de las redes sociales y los valores implícitos en ellas y que opera desde oligopólios que sostienen o derrumban estados, es el punto de referencia de las manifestaciones artísticas del fin del siglo XX y comienzo del XXI, el grado de impunidad y acracia en el que nos han sumergido.
La película Recursos humanos de Laurent Cantet, (1999) había puesto en escena algo que nos resultaba familiar: las modificaciones en la organización del trabajo propias del capitalismo en su versión neoliberal y el modo en que operan las mismas en las relaciones intersubjetivas e intergeneracionales, como así también los cambios en torno a las concepciones de autoridad relacionadas con las transformaciones mencionadas. Se daba aquí un claro ejemplo de movilidad social ascendente pensada a partir de la educación universitaria alcanzada por el hijo en un contexto de reconversión productiva que logra ubicarse como hegemónico, por obra de -entre otras tantas operaciones- la sustitución de un modelo basado en el "mando" por otro en el que el "saber" ocupa un lugar primordial. La movilidad ascendente depositada en los hijos (universitarios) fue el motor que le dio sentido a toda una generación de trabajadores. La brecha entre dos generaciones se dio en la manera de organizar el tiempo: si bien el tiempo lineal de la generación adulta de la post-guerra puede parecer aburrido, la nueva organización del mismo donde lo que prima es el "corto plazo" produce una sensación de inseguridad, de incertidumbre, que amenaza la capacidad de la gente de consolidar su identidad. El film muestra claramente las diferentes percepciones de dos generaciones, vinculadas a dos modelos productivos distintos.
En El empleo del tiempo (2001) también de Cantet, la variante es otra, ya no hay se plantea la oposición generacional, sino directamente el vacío temporal que sobreviene al desocupado, y que en este caso se resuelve provisoriamente mediante el engaño. La tensión crece en el protagonista que sostiene la simulación de la continuidad de un trabajo que ya no posee a toda costa. Mientras tanto, y cómo el mismo título lo enuncia, debe emplear el “tiempo laboral” de algún modo. El desasosiego y el tedio sobrevienen ante el vacío insoslayable de ese tiempo muerto que enfrenta y el modo en que poco a poco significa justamente la falta del trabajo, es decir, su exclusión. Ese afuera en el que debe vivir, pues no tiene trabajo y no puede comunicar este hecho a su familia, es un modo excelente de comprensión del sentido del tiempo que aporta el sistema. Fuera de él, se corre riesgo de perder hasta el propio ser y convertirse, como decía Nathaniel Hawthorne en Wakefield, en “un paria del universo”. El hacer del protagonista en ese tiempo de desocupación es un hacer parasitario –en el que se siente el aburrimiento- respecto de su antiguo hacer laboral, que sí tenía sentido. Así que el sin sentido aquí proviene del modo en que se contrastan esos dos tiempos, contraste que deriva en la insignificancia del hacer del desocupado.
. “Esta es mi confesión... Mi nombre es Bruno Davert, siempre fui un marido, un padre y un empleado responsable...” son las palabras que dan comienzo a La corporación (2005) de Costa Gavras. Davert (José García) ha venido matando algunos hombres como ha podido, con esfuerzo y trabajo, pues no es un asesino profesional. Simplemente es un ejecutivo desempleado, que después de quince años de entrega incondicional a su empresa, en la que fue elogiado y premiado, terminó despedido junto a muchos de sus colegas por ese eufemismo denominado “reestructuración”. Y la única manera que Davert encuentra de asegurarse su reingreso al campo laboral es eliminando a todos aquellos ejecutivos, también desempleados, que por sus condiciones (edad, capacitación, ubicación geográfica) estén en situación de ocupar el puesto al que él aspira. Antes de cargar con el insoportable peso de la desocupación y el vacío de ese tiempo de espera (el aburrimiento que ese tiempo le generaría), este ejecutivo despedido opta por la violencia, ya que el sistema corporativo la ha ejercido impunemente con él, él hará lo propio. De algún modo la alternativa al aburrimiento y el vacío del protagonista de El empleo del tiempo, es el plan de Davert.Virtualmente el espectador confronta estas dos formas de violencia y de algún modo comprende al protagonista, aunque no lo justifique, puesto que el ser que el sistema neoliberal propugna se funde con su función laboral, fuera de ésta, queda sólo el no ser.
El aburrimiento aparece en Recursos Humanos y El empleo del tiempo como una construcción de la experiencia temporal que depende de un modo de percepción sometido a las reglas del sistema. Es un contravalor construido por el sistema, y por lo tanto, aparece como la única posibilidad que tiene un ser humano de conocerse fuera de él. Mientras que en La Corporación existe ya una respuesta a la violencia que se ejerce impunemente desde el sistema, y que, negándose a la confrontación con el vacío, es forzosamente violenta, ya que constituye la única forma para el protagonista de sostener una pertenencia dentro de él.
[1] Moliner, María Diccionario, 2001.
[2] Kierkegaard, Soren, Temor y temblor, Madrid, Ed. Planeta, 1987
[3] Moravia, Alberto, El aburrimiento, Buenos Aires, Losada, 1964
[4] Foucault, Michel, Vigilar y castigar, Buenos Aires, Siglo XXI, 1991
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