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RobertoFerro 1/20/2011 | 6:44:07 PM  
 
Literatura y fugacidad, el valor del éxito
por Roberto Ferro, literatura latinoamericana, escritor, crítico literarios, profesor de literatura latinoamericana
Tags:
  Roberto Ferro   literatura latinoamericana   crítica de literatura   artículo sobre literatura   escritores argentinos   escritores latinoamericanos    
 


Esta es la cuarta entrega del folletín teórico "Éxitos, linajes y cánones". En el primer capítulo “Escrituras de ratificación, escrituras de suspensión”, se abordó la problemática de las relaciones de continuidad y discontinuidad entre textos que se hacen pertenecer a la literatura. Se abrió, entonces, la posibilidad de una interpelación en torno a una pregunta insistente e intimidatoria “¿qué es la literatura?” Su desarrollo ocupó el siguiente capítulo en el que se planteó que una aproximación posible a esa interpelación debería estar centrada en la idea de que más que una referencia a algo concreto o una esencia trascendente, en este folletín, el término literatura nombra un proceso de prácticas, disposiciones y creencias, atravesadas por un complejo entramado de fuerzas en pugna, articulados en forman de alianzas, contradicciones, exclusiones y solapamientos, que la constituyen como un conjunto productivo y cuya historicidad, es decir, su materialidad sociocultural, no se puede negar. Ese entramado se manifiesta en los diversos modos de legibilidad y de visibilidad, que le otorgan legitimidad a aquellos textos, autores, valores, que se consideran literarios. Se enumeraron cinco focos de legitimación que se corresponden con modalidades diversas de legibilidad. La entrega siguiente, “Borges en el linaje de Macedonio”, se centró en uno de esos focos: la reescritura como la legitimación de los escritores por los propios escritores. Esos tres primeros capítulos se pueden leer en   http://www.robertoferro.blogspot.com/
Esta entrega, “Literatura y fugacidad, el valor del éxito”, tiene como eje la indagación de las estrategias de posicionamiento del libro como un producto orientado hacia un mercado de consumidores y, consecuentemente, de instaurar su legitimación como texto literario. Ese es un proceso que se ha ido profundizando en los últimos años y supone un notable desplazamiento: si a mediados de los sesenta se pensó que había llegado “la hora del lector”, destacando el rol decisivo de su participación en la construcción de los valores literarios; en la actualidad, predomina otra concepción que, por contraste, se podría denominar “la hora del cliente”. Presentar la cuestión en estos términos exige señalar que esa confrontación extrema forma parte de un esquema explicativo; teniendo en cuenta que las relaciones entre textos, lectores y mediaciones son de gran complejidad, no pretendo agotarlas aludiendo a dos etiquetas, sino, antes bien, presento un punto de partida para una exploración de dos momentos de un transcurso que, puestos en comparación, permiten distinguir el predominio de algunas tendencias en detrimento de otras. No es el objetivo de esta entrega una estigmatización del mercado como escenario privilegiado de la publicación de las obras literarias, la idea es dar cuenta de los dispositivos puestos en juego para la legitimación de textos y autores en el marco de estrategias que asimilan la circulación y el consumo de libros a las de otros productos.
La especulación acerca de la correlación entre los libros que se publican con esa magnitud innominada e incalculable que constituyen los innumerables lectores, ha tenido en cada época diferentes alternativas; cada época ha mostrado confrontaciones y discrepancias en torno a esa correspondencia, pero lo que es innegable es que ese dilema ha sido constitutivo de una u otra manera del espacio literario.
Me referiré a tres casos en la literatura argentina en los que los modos de provocar ese vínculo se manifiesta a través de diferentes características. Para la presentación de "Espantapájaros", publicado en 1932, Oliverio Girondo organizó un desfile por las calles porteñas con una carroza funeraria guiada por solemnes lacayos y sobre ella un colosal muñeco espantapájaros con galera, monóculo y capa.
Por aquellos años, Jorge Luis Borges comenzaba un conjunto de operaciones destinadas, en gran medida, a la formación de lectores. La publicación de sus artículos en medios tan diversos como “Crítica”, “El Hogar”, “Sur” y junto con ellos, la edición de sus cuentos y antologías, la dirección de colecciones como “El séptimo círculo”, pueden ser considerados a la distancia retrospectiva como una intensa intervención en el espacio literario que abarca en su etapa más activa casi una década.
En los años sesenta, se produce  una considerable ampliación del número de lectores potenciales, junto con una transformación de los valores literarios a los que no son ajenos los estímulos publicitarios. El llamado boom de la literatura latinoamericana tuvo a Buenos Aires como uno de sus principales centros de irradiación; no debería pasar desapercibido que la denominación de ese proceso es, y no casualmente, una onomatopeya que en vocabulario del marketing indica un salto abrupto en las ventas de un producto.
Dentro del espacio literario, las operaciones destinadas a llamar la atención de los potenciales lectores son múltiples y variadas; en los casos referidos es posible advertir la amplitud de las inflexiones posibles de esas maniobras: ya sea en la gestualidad vanguardista que busca escandalizar a los transeúntes porteños, o en perseverancia en la instalación de una poética que apunta tanto a precisar sus rasgos como a desvalorizar a sus oponentes, o por la puesta en escena de textos y escritores por medios y en escenarios hasta entonces desconocidos.
En cada período es posible rastrear poéticas enfrentadas,  cada una de ellas difiere de las otras en la manera de concebir el poder de la palabra literaria tanto para revalidar como para poner en crisis los discursos y las moralidades que le son contemporáneos y que la cultura establece como hegemónicos. Es decir, se escribe en cada época y desde cada poética bajo la convicción de que lo literario es irreductible a los regímenes de verdad de las otras discursividades sociales; entonces, la concepción de las funciones de la literatura pensada como experiencia lúdica o como vía de transmisión de un proyecto político, refiriéndome a los puntos extremos de una oposición dicotómica,  exhiben la diferencia en torno de las cuales se articulan las escrituras, pero sin excluir otras funciones con las que forman sistemas inestables.
En cambio,  cuando se aspira al éxito como forma de legitimación, la gran diferencia reside en la concentración excluyente en torno de un objetivo dominante de rentabilidad económica que rige la publicación de obras literarias, ese es el rasgo que distingue el período actual de los anteriores.
La legitimación del éxito supone relegar otros valores asignados tradicionalmente al texto literario para pensarlo en términos de mercancía, lo que implica la aceptación de los avatares del mercado sometido a los imperativos de la oferta y la demanda.
Cuando un libro es concebido a partir de esta idea, el afuera del texto cobra una relevancia mucho más destacada. La escritura está orientada al público, que ha sido sometido a sondeos previos; por lo tanto, la instancia de  creación literaria aparece interceptada por otros registros. El libro como producto recibe incentivos de visibilidad a partir de premios, de políticas editoriales, generalmente explicitadas en los suplementos culturales de los diarios de mayor circulación, así como también es objeto de una planificación sistemática de maniobras publicitarias con el objeto de capturar la atención de los consumidores.
El éxito  sólo se confirma con la aceptación masiva del libro publicado, lo que se evalúa en términos de ventas y es medido por la permanencia en las listas de  “best sellers”; el lector como cliente debe consumir, es decir, el objeto debe tener una obsolescencia anunciada y  si es posible, agotarse en una sola lectura para asegurar que el cliente estará disponible para la próxima compra.
La novela es el género que mejor se adapta a esas exigencias. Las fórmulas narrativas puestas en juego nos son demasiado originales, si lo fueran estarían contradiciendo el programa, por lo tanto, si se va tras el éxito el relato debe abundar en convencionalismos, los lugares comunes deben convalidar una legibilidad sin sobresaltos para el lector que demanda todo lo que se espera de una obra literaria, pero que, sobre todo,  no debe dejar de ser un entretenimiento. El  lenguaje  puede ser variado y apartarse de los estándares cotidianos, pero sin llegar a los extremos de poner en riesgo el horizonte de conocimiento  del lector medio. Y principalmente, se tiene que contar una historia, una historia que  exhiba algún vínculo con la realidad para cumplir una función ejemplificadora, plasmando de esa manera uno de los estereotipos asignados a la literatura: ser una pedagogía que ayude a comprender el mundo en el que está inmerso el lector.
Un libro que recibe el apoyo de los aparatos de legitimación: los suplementos culturales, los premios,  las entrevistas al escritor, las reseñas elogiosas, llega al lector por una serie de mediaciones y avales que lo legalizan como literario; es más, llega como un gran texto literario. La legitimación que acompaña el lanzamiento de un libro en ese marco preconcebido, le asegura al lector la participación en un espacio tan prestigioso como el literario, lo hace sentir todo lo inteligente que le gustaría ser. El éxito exige ceñirse a una escritura de ratificación, es decir,  una escritura saturada de  ideas preconcebidas que corroboran los intereses de quienes lo atraviesan con la lectura.
Un escritor que persigue el éxito debe ser, glosando a Marc Angenot, un buen doxógrafo de la opinión pública, la pretendida originalidad debe estar fabricada con lugares comunes, en los que las disputas políticas, científicas y estéticas, aparezcan nítidamente representadas con estereotipos que los hagan fácilmente identificables.
Ese necesario anclaje con la realidad, es lo que habilita a que el texto funcione como ejemplo que ilumina el conocimiento de la circunstancia en la que está inmerso el lector; a menudo ese anclaje forma parte de un impulso social de motivaciones más amplias, que los rastreadores del éxito se ocupan de detectar.
En relación con esto último es posible dar cuenta de ese vínculo entre escritura y realidad a partir de la síntesis de dos situaciones en las que esa remisión necesaria se exhibe nítidamente.
 La búsqueda de reconstruir una memoria que había sido tergiversada y distorsionada durante la dictadura militar y la guerra de Malvinas, produjo un fuerte reclamo de restitución de  aquellos acontecimientos que habían sido borrados; dentro de ese conflictivo movimiento, que aún hoy está en desarrollo, en el que se manifiestan múltiples corrientes, a menudo controversiales, el pasado ha sido revisado con un interés mucho más relevante que en épocas anteriores. La historia como fuente de modelos paradigmáticos fue el núcleo desarrollado en los años noventa en la obra de María Esther de Miguel y María Rosa Lojo, entre otros. Con el acento puesto en la ejemplaridad del pasado, y sin incursionar en la reflexión acerca de las conflictivas relaciones entre historia y ficción, produjeron un conjunto de novelas situadas en el siglo XIX, que tuvieron una amplia difusión. Esas novelas se articulan sobre módulos compartidos e intercambiables, reuniendo todos los rasgos propios de una narrativa plana, lineal, en la que se dejan de lado cualquier especulación sobre la configuración de los relatos de la memoria. 
La tan proclamada como imprecisa crisis de las terapias de larga duración,  profusamente alentada por artículos en revistas de divulgación, fue uno de los incentivos para la consolidación de un nuevo género: la autoayuda, mezcla de voces oraculares de sabiduría que exponen consejos en forma de parábolas o ficciones con el propósito de inspirar un autoconocimiento en los lectores que acuden a ellos en procura de atenuar su malestar o de encontrar una guía adecuada para sus conflictos personales. Jorge Bucay ha encarnado en todos sus aristas el modelo paradigmático de autor de ese género, que ha tenido al escritor brasilero Pablo Coelo como su figura consular.
La legitimación del éxito no es solamente un aceitado dispositivo en el que intervienen distintos niveles institucionales, es asimismo una concepción de la literatura, que la instala como parte de un régimen en el que la utilidad económica es el valor supremo. No debe sorprendernos que ese modo de pensar la literatura guarde una relación con otras que, a su vez, postulan que la literatura debe estar al servicio de una causa justa, moralmente fundada. En esos casos se le impone al texto literario una reducción porque subordina su densidad significativa a la instancia comunicativa. Esto no significa establecer un plano de equivalencia entre los textos literarios sino señalar una correlación entre dos concepciones que en otros aspectos aparecen como diametralmente opuestas.
La primera edición de Operación Masacre de Rodolfo Walsh se publica en 1957. El texto narra la investigación de un fusilamiento de un grupo civiles durante una insurrección cívico militar ocurrida en junio de 1956, con el objeto de demostrar la ilegalidad del acto y, consecuentemente, de denunciar a sus responsables. Más de sesenta años después y tras tres rescrituras, la última en 1972, en las que Walsh  introduce cambios y modificaciones, Operación masacre  es considerado un texto canónico. Teniendo en cuenta que durante esos más de sesenta años ocurrieron en La Argentina decenas de miles de asesinatos políticos y desapariciones, una pregunta posible ante esa circunstancia podría ser: ¿por qué la denuncia del fusilamiento ilegal de cinco civiles sigue concitando tanta atención?  La respuesta frontal es: porque su escritura excede el acontecimiento.
Cuando la distancia referencial desplaza el interés de las proposiciones iniciales de la publicación del libro, Operación masacre pone de manifiesto otras dimensiones de su escritura vinculados a la potencia de lo inactual, el texto de Walsh leído en el presente es una reivindicación del anacronismo y de la potencia de lo inútil. Lo que el autor pretendía comunicar con la publicación de su obra ya no ocupa el centro de la escena en la producción de sentido, las intenciones de Walsh han dejado de tener la relevancia original; su escritura, en cambio, exhibe de manera desaforada que no es compatible con la lógica de los discursos sociales y que la palabra literaria tiene esa densidad y esa potencia cuando da leer junto con el trazado de la letra una moral de las formas. Operación Masacre permite reflexionar de otro modo algunos dilemas planteados por lo discursos legitimados por la utilidad. La comprensión que otorga el contexto histórico, social o cultural aparece como insuficiente frente a una escritura literaria que se erige como potencia; es decir, un conjunto de condiciones que hacen posible la experiencia de aquello que escapa a la historia, una experiencia que se pone fuera del alcance de los condicionamientos de lo actual y del dominio de la utilidad.
En este aspecto radica la diferencia, puede haber conexión entre las lógicas que rigen la legitimación del éxito y la legitimación de un texto por su significado político, lo que no implica equiparar las escrituras. Un texto producido bajo la servidumbre del éxito como objetivo central, se consume, sólo queda sostenido por una legitimación que lo va a respaldar mientras sea redituable, luego cambiará de rubro.
La legitimación del éxito es efímera si no está acompañada de otros modos de valoración del texto. Rayuela  o Cien años de soledad también encabezaron las listas de los más vendidos, pero junto con esa repercusión recibieron la atención crítica de diversas instancias de legitimación que los constituyeron en textos canónicos. La literatura se hace en travesías de larga duración.
Osvaldo Soriano fue durante un largo período el escritor argentino más vendido, pero eso no habita la posibilidad de compararlo con Federico Andahazi, que como auténtico best seller, es tan sólo eso un escritor de éxito; su obra no moviliza la atención crítica de los otros focos de legitimación que consideramos en esta serie. Mientras que la obra de Soriano ha sido objeto de intensos debates y polémicas acerca de su significación, es decir, ha producido tensiones en ámbitos en los que las cifras de venta no son el parámetro fundamental de valoración; en cambio, la obra de Andahazi tiene un cerrado consenso en torno de sus valores literarios, el oportunismo y un marcado efectismo de su escritura que la caracterizan, la instalan en un territorio en el que no se registra ningún interés por tomarla como objeto de reflexión.
Al comienzo de este capítulo del folletín teórico “Éxitos, linajes y canones”, afirmaba que el objeto de esta especulación no era estigmatizar la función del mercado sino revisar una estrategia de legitimación de libros a los que se impulsaba con maniobras de promoción con el objetivo de posicionarlos como textos literarios; es decir legitimarlos como tales. En la medida que esa legitimación no se corresponde con la de otros focos es efímera.
También decíamos más arriba que la literatura se va configurando en travesías de larga duración, y la idea de efímero no necesariamente se corresponde con un lapso de tiempo determinado. El valor literario de un texto no depende de la mayor o menor repercusión que tenga al momento de aparecer, sino de un proceso de deslizamientos y vaivenes entre olvidos y rescates, a veces lábiles a veces bruscos, que residen en miradas lectoras libres de condicionamientos utilitarios y en lazos genealógicos tendidos a través de reescrituras. El valor literario no se construye con operaciones y maniobras planificadas a priori, es el resultado de un complejo entramado de vertientes que se nutren y rechazan. Si no fuera así Poldy Bird, Marcos Aguinis o Jorge Bucay, ocuparían el centro de la valoración, serían escritores faros, pero el éxito no alcanza para medir la estatura literaria de un texto o de un autor. La obra de Héctor Libertella, Antonio Di Benedetto o Rodolfo Wilcock son testimonio suficiente de esta aseveración.


(Continuará)
Buenos Aires, Coghlan, enero de 2011.
 
 

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