Considero necesario comenzar por un presupuesto insoslayable, una perspectiva de la historia de la literatura argentina interesada en los linajes como forma privilegiada de la transmisión (http://robertoferro.blogspot.com/2011/01/borges-en-el-linaje-de-macedonio.html “Borges en el linaje de Macedonio”) debería apartarse de la construcción de un relato exclusivamente centrado en torno de los textos y los autores que han alcanzado una cierta notoriedad, para revisar especulativamente las condiciones a partir de las cuales se constituyen como tales. Lo que no implica que esos textos y esos autores sean sometidos a revisionismo por el simple hecho de haber alcanzado notoriedad, puesto que el gesto crítico supone la indagación reflexiva no con el único objetivo de contradecir, sino como una necesaria búsqueda de ampliación del saber.[1]
Es en ese marco que me propongo reflexionar acerca de la escritura de Macedonio como punto de convergencia a partir del cual se tienden las modulaciones de un vasto linaje que atraviesa la historia de la narrativa literaria argentina desde los años 20 hasta el presente. Esa tentativa supone reflexionar inquisitivamente desde la crítica literaria actual acerca de la convicción casi unánimemente compartida en el espacio literario argentino que considera a Jorge Luis Borges el centro de un capital simbólico canónico sin fisuras, instalándolo de ese modo como una figura única con proyección universal.
El estudio crítico de la obra de Macedonio Fernández produce una serie de perturbaciones que conmueven esa convicción; ante todo, porque la inscriben en un proceso de transformaciones que, al menos, trastornan la idea de que esos valores pertenecen a una fuente personal y única; por lo tanto, la consideran como parte de una alternativa del espacio literario, que excede una trayectoria individual.
Y luego, considerando que el objeto de estudio pensado desde una perspectiva que privilegia el estudio de las articulaciones de la historia de la literatura es, en gran medida, el relevamiento de las tensiones que se producen entre al instancia de escritura de los textos, que remite acontecimientos datados y como tales factibles de ser ordenados en sucesiones más o menos continuas, con las diversas modalidades de lectura de esos textos, discontinuas en sí mismas, y atravesadas por múltiples variantes que, de algún modo, son cifra de los cambios, expresados a menudo en forma de reescrituras, núcleos sobre los que el estudio de historia de la literatura centra su interés. Esas tensiones a su vez están condicionadas por los contextos culturales en los que se producen; así en la actualidad se ha ido acentuando la importancia de un elenco de dispositivos que regulan la circulación de textos literarios orientada por un conjunto de técnicas de mercado, -promoción del autor como figura atractiva, lanzamiento de títulos con estrategias que apuntan a crear expectativas de consumo, entre otras- similares a las utilizadas en la publicidad de productos de comercialización masiva. La obra de Macedonio Fernández se constituye por fuera de esos circuitos, pues algunos de sus textos han aparecido póstumamente, en editoriales que no aseguraban una promoción publicitaria que alentara una repercusión previa.
A pesar de ello generan un interés crítico notable. Macedonio es el gran animador de la conmoción rupturista que produce la vanguardia, que aparece como un polo de irradiación de ruptura y novedad. La expectativa generada por esa circunstancia produce una cierta fascinación que articula una serie de interrogantes que tiene el diseño retórico de enigmas. Esto atrae la posibilidad de caracterizar la tarea de la crítica literaria a partir de una simetría metafórica que ha tenido gran aceptación en el siglo XX: establecer un paralelismo entre el crítico figurado como un detective y el escritor como un criminal; ecuación teórica que se sustenta en la concepción de que la novela policial es una cifra ficcional de la crítica literaria. Si bien hay una serie de correspondencias que son productivas en esta comparación; por una parte, la del crítico como un investigador, que a partir de un conjunto de saberes rastrea indicios que le permiten alcanzar finalmente las variantes posibles del sentido y, por otra, la correlación entre el criminal como el que transgrede la ley, se constituye en la condición de posibilidad para examinar al escritor y al texto literario como instancias en las que la ley de la lengua es sometida a desbordes para significar más allá de la norma. Pero la representación paranoica del escritor como un criminal que borra sus huellas con el objeto de mantener un secreto, asediado por el crítico, descifrador de enigmas, tiene una debilidad endémica: postula que el sentido de los textos está oculto y que debe ser revelado como un rostro velado por el encubrimiento. Siguiendo esa línea de pensamiento los textos se presentan a partir de una operación reductora que privilegia una especificidad en forma de problema a desentrañar, una intriga significante que se debe resolver, lo que implica necesariamente que la crítica literaria puede alcanzar una significación que se considere verdadera. Pretendo alejarme de esa simplificación que trasforma la actividad crítica en una variante de un género. Los textos literarios se dan a leer como escenografías de procedimientos constructivos. En los textos literarios el significado no tiene final previsto, siempre es una dinámica inconclusa.
En esa postura hay además otro contrabando ideológico, la idea de que existe ciertamente algo secreto por descubrir en cada texto lo aísla, lo recorta de la constelación de vínculos que lo constituyen y que son las que lo configuran como tal, es decir, como texto literario.
Los textos literarios manifiestan su singularidad cuando son inscriptos en el conjunto de relaciones en las que se producen. Apunto a pensar la obra Macedonio Fernández no como un secreto a develar, ni como un desafío en el que se embarcan algunos críticos con el objetivo de demostrar una evidencia que aparece invisible a la mirada de los demás. En fin, una cruzada revisionista de alguien que participa de un círculo de iniciados que poseen el saber suficiente como para descubrir el ocultamiento o la conspiración o simplemente una ignorancia colectiva más o menos difundida que encubre el verdadero valor de la obra macedoniana.
La crítica literaria tiene como punto de partida una limitación: la incapacidad de su discurso para cifrar por medio del comentario el significado de cualquier texto. Tal incapacidad, de todas maneras, es un punto central sobre el que se puede apoyar la actividad crítica, es decir, en la aceptación de la diferencia que media en todo texto entre literalidad y significado. La obra de Macedonio Fernández aparece a mi mirada crítica con la especificidad de poseer una fuerte entropía; es decir, que las significaciones que irradian sus textos conmueven certezas y dan lugar a suspensiones de muchas de las ratificaciones centrales que constituyen los modos privilegiados con que se piensan los procesos de producción de sentido en la literatura argentina de este presente.
Retomando la expectativa señalada al principio y las alusiones a las que da lugar, es posible plantear que el texto literario y el discurso crítico interpretativo exponen obsesiones diferentes en torno de las posibilidades de transgredir la norma. En la tarea crítica, la diferencia que instituye en el texto literario la tensión entre literalidad y significado, al desplazarse como diferencia al texto y a su lector crítico, produce un exceso. La interpretación es interminable, toda idea de clausura del significado textual es inmediatamente excedida por el texto mismo, dado que guarda en su diferencia productiva un conjunto indefinido de alternativas.
Esa grieta entre literalidad y sentido en la obra de Macedonio Fernández abre a la mirada crítica la posibilidad de pensar la diferencia en toda su potencia productiva, es decir, en el campo de relaciones que afecta, no solamente con aquellos vínculos que se establecen en términos más o menos directos, sino hacia el conjunto de reverberaciones de las escrituras y los modos de leer privilegiados que situados en la perspectiva de la historia literaria es imprescindible rastrear.
La lectura crítica de la obra de Macedonio Fernández en el principio del siglo XXI supone reflexionar sobre la particular circulación de sus textos y, correlativamente, revisar las variantes que esa indagación crítica produce sobre el sistema de periodizaciones y los dispositivos en que las instituciones literarias las ubican y legalizan. Tras la muerte de Macedonio Fernández, su obra continuó publicándose bajo la atenta vigilancia de su hijo Adolfo de Obieta, inicialmente en el Centro Editor de América Latina, luego, y hasta la actualidad en Corregidor; es decir, en editoriales que no tienen una presencia en el mercado que asegure una divulgación intensiva de los textos a través de estrategias publicitarias y de difusión. En 1982, aparece en la Biblioteca Ayacucho de Venezuela una edición crítica de Museo de la novela de la Eterna, con selección, prólogo y cronología a cargo de César Fernández Moreno; el volumen trae, además, una antología de textos del autor. En 1996, la Colección Archivos, publica otra edición crítica de Museo de la novela de la eterna, con la coordinación de Ana Camblong y Adolfo de Obieta.
Esta tensión conflictiva en la circulación de la obra de Macedonio Fernández entre ediciones de escasa difusión y la aparición de su novela en dos de las más prestigiosas colecciones que tienen como objetivo la edición de los textos literarios latinoamericanos de mayor relevancia, es uno de los indicios más notables de la puesta en cuestión de los presupuestos que permiten indagar sobre las relaciones entre mercado y literatura o entre divulgación publicitaria y crítica literaria. Aspectos en los que la obra de Macedonio Fernández entrega un conjunto de posibilidades que nos alejan de los estereotipos de lo ya-visto, o de las oposiciones dicotómicas con un fondo de resabio didáctico o moralista, que perturba la percepción del fenómeno en toda su complejidad.
En torno de los lectores críticos que comparten la convicción de la importancia de Macedonio Fernández en el desarrollo de la literatura argentinaha habido un germen productivo que los vincula: la amistad macedoniana. Germán García, uno de los conocedores más consecuentes de la obra de Macedonio Fernández ha señalado que es notable el modo en que la lectura de sus textos alienta la amistad, de la misma manera que la de Witold Wombrowicz provoca antagonismos y enmascaramientos, y la de Jorge Luis Borges los extremos de la admiración o el repudio. Los lectores de Macedonio Fernández, a lo largo del tiempo, hemos sido movidos a escribir algo acerca de nuestras lecturas macedonianas, seguramente con el deseo de alcanzar ese resto de extrañeza que nos conmina desde sus páginas. Esas lecturas han ido generando complicidades, palabras, tonos, guiños, que acercan esas relaciones al complot, pero sin el rictus paranoico de las confabulaciones en Roberto Arlt, sino con un tono festivo que no excluye la melancolía.
Ese gesto de amistad cuando aparece íntimamente vinculado a la pasión literaria, al entrecruzamiento inestable entre lectura y escritura atrae la reflexión en torno de un centro significativo al que aluden términos como historia, memoria, legado, herencia, que forman una serie junto con otros conceptos que están ligados a la finitud existencial, sin los cuales la idea de linaje quedaría instalada como una prótesis vacía. Sólo porque somos finitos estamos en condiciones de ser herederos y de trazar linajes.
La literatura puede ser caracterizada a partir de una variedad muy amplia de aproximaciones, pero difícilmente haya entre ellas interdicciones teóricas para aceptar que uno de sus componentes distintivos es su condición de espacio heredado. Las bibliotecas y sus ordenamientos canónicos, los valores que rigen los modos de legibilidad, las instituciones que condicionan y posibilitan sus prácticas constitutivas, nos imponen a recibir lo literario con la carga simbólica de lo que nos antecede como duradero y permanente. Pero la misma finitud nos coloca en la instancia contradictoria de acoger lo que viene antes de nosotros y someterlo a reinterpretación, lo que implica elegir, revalorizar, excluir, rescatar, omitir. La perspectiva de la historia literaria argentina creo que debe centrarse en la diferencia y esto explica la transformación de los acuerdos y la suspensión de las ratificaciones. De algún modo, el lector crítico que se sitúa en la serie histórica tiene la responsabilidad de escoger, su interpretación implica la exigencia de revisar valores y juicios, buscar otros modos de relacionar textos y autores, lo que no excluye la revalidación de lo heredado.
Los lectores de Macedonio fascinados por su legado, además de sus textos hemos sido atravesados por los modos en que ha sido leído, la compleja trama en que las variantes interpretativas en que ha sido instalado. Los legados no son uniformes y estáticos, sino heterogéneos y móviles. La interrogación, entonces, está relacionada con el criterio a partir del cual se escoge el legado.
La obra de Macedonio sigue unida a la caracterización que le otorga su nombre de pila, pero algo sustancial ha cambiado, mientras que inicialmente esa designación estaba íntimamente conectada con la complicidad propia del intercambio personal, con el modo en que circulaba como figura en los ámbitos públicos, y acaso, especialmente con la manera en que imprimía la impronta de su personalidad en la recepción de sus textos; en cambio, en la actualidad, el significante Macedonio se fue progresivamente vaciando de ese sentido, desplazado por una consideración de su obra centrada en cuestiones vinculadas con procedimientos textuales; la modalidad de mención se ha conservado pero con otra significación.
Uno de los ejes constitutivos alrededor del que se fue formulado la valoración de Macedonio Fernández ha sido y es: el privilegio de su genialidad ocurrente, de su extravagancia fugaz, que puesta en confrontación con sus publicaciones producía el efecto de la pérdida irremediable. Es decir, la oralidad confrontando con la escritura. Pero una lectura crítica atenta a dar cuenta de los procedimientos que en Museo de la novela de la Eterna permiten afirmar que la permanencia de Macedonio está vinculada a sus operaciones narrativas metatextuales, a sus ideas acerca de la demora de la escritura y a las marcas de su diferimiento inconcluso, todo ello junto con una concepción plural de la posición del lector y del por-venir siempre indeterminado del sentido literario.
Entonces en la instancia de reflexionar acerca de su legado, se impone dilucidar interpretativamente, la significación que tienen hoy las relaciones entre el escritor y su obra en la instancia de lectura.
Si el dictamen de Foucault “la marca del autor está sólo en la singularidad”, aparece como difícilmente discutible, también aparece como insuficiente para abordar el interrogante planteado.[2] Es decir, de qué modo establecer un nexo, que no sea causal y determinativo, entre Macedonio y sus textos, es decir reflexionar acerca los rasgos con que marca sus textos con la singularidad de su ausencia.
Hay un gesto propio que distingue a Macedonio, que lo recorta, que lo hace irrepetible, ese gesto permanece como una modulación del sentido, pero no está expresado en los textos.[3]
El modo en que Macedonio pensó acerca de la literatura y sus entornos, su estilo personal para inscribirse en los diversos ámbitos intelectuales en los que participó, los tonos que eligió para caracterizar las cuestiones más importantes de su existencia, como la ironía y el humor, que lo habilitaron para desmontar los estereotipos que modelaban los imaginarios compartidos, la construcción de una poética centrada en la producción más que en la difusión de los textos, esos rasgos constituyen el gesto macedoniano, y a pesar de que como autor permanece inexpresado en su obra, ese gesto atestigua su irreductible presencia, que aparece con menor o mayor fuerza cada vez que un lector se arriesga al desafío de sus textos.
Dice Ricardo Piglia, uno de los más agudos lectores de la obra de Macedonio, que la cuestión más acuciante en el presente de la literatura no es que haya escritores de vanguardia, sino que sean posibles los lectores de vanguardia, y agrega la obra macedoniana nos obliga a eso, a ser lectores de vanguardia.
En El guacho insufrible, Roberto Bolaño subraya enfáticamente que la literatura latinoamericana no tiene por canon a Borges ni Macedonio Fernández ni Onetti ni Bioy ni Cortázar ni Rulfo ni Revueltas ni siquiera el dueto de machos ancianos formado por García Márquez y Vargas Llosa. Y agrega, con tres cuartas partes de sarcasmo y una cuarta parte de angustia que ese canon está configurado por muchos figurones ilustres (que yo, por un oscuro deseo de remate artístico, no voy a mencionar y menos en un texto sobre Macedonio). Y finaliza con la convicción de que, a pesar de todo, que en el próximo siglo, alguien leerá en las cuevas a los grandes escritores, reiterando cada nombre de su lista con la misma insistencia apuntando hacia a un futuro como punto de fuga en el que no prevé límite ni clausura.
Macedonio Fernández en la perspectiva de la historia literaria sigue siendo una fuente notable de reverberaciones y resonancias literarias, su gran legado, su continuidad se manifiesta en el linaje de lectores que provocan sus textos en particular en la narrativa de ficción. Piglia y Bolaño exhiben desaforadamente esa poética de lectores de vanguardia.
En torno de ese legado he tratado de pensar el concepto de linaje como un modo de explorar la trasmisión como un proceso en el que las diversas modulaciones de la
escritura-lectura-reescritura permiten pensar las líneas de continuidad y discontinuidad que tejen la tradición de la narrativa literaria argentina.
Buenos Aires, Coghlan, diciembre de 2010.
|