La literatura da mucho que hablar; pero más allá de las conferencias, de las clases públicas y privadas relacionadas con el estudio de sus diversas facetas, de las entrevistas y de toda una amplia gama de circunstancias en las que la fugacidad de lo hablado se suele deslizar hacia la permanencia de la letra, en el mundo literario hay otras formas de la oralidad más subrepticias y furtivas en las que suelen tejerse la fascinación del secreto de la trasgresión con los sinuosos pliegues de las pasiones más soterradas.
El habla y la escritura modelan la permanencia de un modo diverso. Quien habla pierde más de lo que retiene, hablar es un acto en el que se expone la palabra más a la molienda del olvido que a la permanencia de la memoria, hablar es perder el aliento más que respirar. El habla en su perpetua desaparición, arrastra el vacío, con ella siempre reaparece lo que deroga o excluye, incluso en aquel borde en que ella misma desaparece, ya sea porque no alcanza a figurar la presencia, ya sea porque, al consumarla, tiene entonces, bajo la negación, que afirmarse como presencia fugaz que se consume. En las historias que he compilado en Heterónimos, apócrifos y centonessolo la repetición asegura la permanencia de la palabra hablada, una repetición en la que se retienen las marcas del secreto.
Cuando el habla se propaga, desaloja del centro de la escena la voz individual y se multiplica en los otros para trascender; de ese modo, se va configurando una memoria hecha de retazos que se adhieren entre sí con la firmeza y la inestabilidad que les da la dimensión de sentido que trasladan. Esa repetición asegura que la envidia, la mala fe y el encono, tan propios de las relaciones que se van tramando entre quienes participan de la vida literaria, pierdan fuerza; cuando un relato se retiene en la memoria colectiva su núcleo contiene un resto de sentido vinculado con saberes clandestinos que exceden los conflictos individuales.
Durante muchos años, había oído y había sido portavoz de muchas historias subterráneas. Los lugares propicios para su proliferación siempre han sido y serán las charlas de café, las discusiones académicas de pasillo, los suburbios de las redacciones, las confesiones íntimas, los intercambios fugaces de las interminables esperas en las editoriales; yo nunca les había otorgado otro valor más que el devengado por el placer que provoca el regocijo o la indignación de una versión divulgada por el reguero de las murmuraciones. Pero tardíamente advertí que me había quedado en la espuma superficial de lo que consideraba rumores sin otro fundamento más que la injuria anónima.
A mediados de agosto del noventa y dos, bajo la insistencia admonitoria de Noé Jitrik, corregía las pruebas de galera de un artículo que iba a aparecer al mes siguiente en la revista Syc; obsesivamente durante varios meses había investigado el cuento “Homenaje a Roberto Arlt” de Ricardo Piglia, el eje de mi trabajo era el tratamiento ficcional de la identidad literaria de los escritores; entonces fue cuando vi algo en lo que hasta ese momento no había puesto la más mínima atención: el título del volumen en el que se había publicado el relato de Piglia era Nombre falso. A la manera joyceana tuve algo así como una epifanía, repentinamente tomé conciencia de que lo que había considerado una leyenda urbana era algo más que una fabulación; en la persistencia de su divulgación había un núcleo de sentido que le permitía superar las contradicciones propias de las múltiples versiones que yo había oído y repetido. En esa historia enigmática anidaba un saber reprimido, una forma de interpretación que no podía ser legitimado por la palabra escrita, y de ese modo resistía encubierto en la subrepticia marginalidad de las voces susurradas.
Desde ese momento, comencé a otorgarle otro valor a esas mitomanías literarias; no es que me propusiera investigarlas, es decir ir a buscarlas, sino que cuando me encontraba con ellas les prestaba otra atención, las recopilaba en fichas para anotar las variantes y aprovechándome de mi pasión estructuralista fui armando microsistemas que me permitieron en algunos casos aislar el corazón maldito de cada relato, lo que siempre se trasmitía de una versión a otra, más allá de las más insólitas variantes. Ese corazón maldito aparece como un modo de comprensión comunitaria de un hecho o de una circunstancia, inasible para los discursos públicos. Mi modo de aproximarme al discernimiento de esas historias está íntimamente vinculado con las correspondencias entre la crítica literaria con el género policial, pero con el tipo de modulación que señalo en Heterónimos, apócrifos y centones.
Me he impuesto un límite: la garantía de que la circulación de esas historias esté avalada por múltiples voces, que las hayan ido modelando con el correr de los años, para evitar las tergiversaciones, odios, insidias, chismes, que revelan sólo una impronta de maledicencia personal tan frecuente en el mundillo literario.
Las historias que iré publicando en Metaliteraturaexhiben ciertas marcas propias de la elaboración colectiva, de ahí que las he llamado Heterónimos, apócrifos y centones, fiel a ese título las he firmado con mi nombre, no tanto como gesto de apropiación sino por un ominoso deseo de remate artístico. Como no podía ser de otra manera, la primera entrega de la serie se titula “Ricardo Piglia no es Lawrence, pero…”, a esa seguirán otras, de las que adelanto un breve resumen de algunas de ellas.
“Aquellos discos de pasta y la voz de Macedonio” relata la historia de Froilán Estévez, de profesión taquígrafo del Senado de la Nación, y de Eleazar Sosa, ventrílocuo profesional en espectáculos circenses, quienes a principios de la década del cuarenta se empeñaron en reproducir la voz de Macedonio Fernández para conservarla en toda su originalidad. El destino incierto de una colección de discos de pasta que Estévez y Sosa grabaron en los estudios de una emisora capitalina, sigue siendo uno de los mayores enigmas para los investigadores de la obra de Macedonio y los biógrafos de su vida.
“Marcos Aguinis entre el psicoanálisis y la cibernética” es uno de los relatos en los que la plasticidad de las transformaciones, ya sean agregados o exclusiones, no ha perturbado la funcionalidad de su significación. De algún modo la historia comienza en Viena, a principios de los años veinte, tiene como protagonista a un ingeniero húngaro, Janos Fraenkel, que pone a la consideración del fundador del psiconálisis una original tipología de las neurosis obsesivas configurada a partir de los rasgos distintivos de las profesiones; después de varias estaciones, finalmente, la leyenda vuelve aparecer en el Buenos Aires de los últimos años, vinculada a un virtuoso hacker que vulnera impunemente los archivos del gran polígrafo argentino contemporáneo.
“Mario Goloboff entre el Círculo de Praga y el grupo Contorno”, a mediados de los años treinta los Goloboff reciben un mandato tan urgente como enigmático: Carlos debe viajar a Praga acompañado de su hijo Mario, que al momento de embarcarse no tendría más de seis años. Carlos de profesión sastre y eximio violista, durante su estadía en aquella ciudad visita de tarde en tarde el lugar de reunión de un grupo de lingüistas y críticos literarios, su objetivo polemizar con Jan Mukarosky. El príncipe Nikolas Trubetskoycompadecido del aburrimiento con que Mario asistía a esos largos y furibundos debates, decide enseñarle a jugar al ajedrez para pasar el tiempo. Algunos años después, Mario, ya más que adolescente, comprobaría en el bar Florida, que en Buenos Aires se le daba otro trato a los recién llegados, sea cual fuere el motivo que los hubiese movilizado.
“El Finnegans Wake de Borges” entre las infinitas historias relacionadas con Jorge Luis Borges, esta tiene un perfil particular, ya que puedo dar testimonio directo de la existencia de un volumen de la primera edición del libro de James Joyce profusamente anotado en los márgenes y páginas en blanco. Las razones de su extravío son el eje de la especulación ficticia de esta entrega.
También irán apareciendo sucesivamente el relato de la frustrada vocación de Martín Kohan, la parábola del azar en la autoría de Jorge Bucay, los extraños avatares de los ejemplares de un concurso literario de los años sesenta en Coronel Pringles, íntimamente relacionados con la obra de César Aira, la irrupción de un grupo de seguidores de Jacques Lav(b)án(d) en el transcurso de una conferencia de Germán Leopoldo García sobre la carta robada; entre otros.