La hembra me regaló un perro.
Le digo hembra porque la guacha es tanta mujer que la palabra me parecía incompleta para referirme a ella; la hembra digo, me regaló esa cosa peluda que me miraba con ojos de ocelote, grandes, y algo percudidos de tristeza, y me digo, pobre bicho, tener que depender de un tipo como yo, qué habrá hecho en su vida perruna anterior para haber tenido que caer en las manos de ella, que lo entrega en mis manos.
El tipo salió cantor. Se dedicaba a la serenata nocturna, le ladraba a la luna, pero no como un aullido dulce, como se merece la turra de la luna, sino con un rugido un poco desbarrancado, grotesco, que dejaba en el aire un escalofrío contagioso.
Que era contagioso me enteré no sólo porque a mi me producía esa cosa de erizamientos, sino porque los vecinos me lo comentaban; ese perro, decían, qué le pasa.
Yo tenía que andar excusando al perro, que estaba enamorado, que tenía saudades, que extrañaba a su mamá, que convoca a su amada, y así, porque la gente se enternece con esos sentimentalismos, sean humanos o no.
El caso es que ella era una hembra de esas que empañan la luna, así que bien podía ser cierto que el perro se dedicara a convocarla con unos gritos agudos y penetrantes que le lanzaba a la luna, con una tenacidad sin mesura.
Pará, loco, le decía yo, pero el perro no me hacía caso.
Pero, cuando una mujer así, te regala una mascota, aunque fuera una piraña, vos te la bancas como buen macho, te resulta imposible un simple no.
Hay presencias que encandilan, que te absorben las palabras y te dejan vacío el cerebro, y vos caes como un zombi en la repetición de la única palabra que la garganta atravesada como un pelón en cogote de ñandú insiste en salir: sí; pronuncias sin que puedas recordar luego qué aceptaste.
Imaginen mi desilusión cuando en el cumpleaños, ella apareció con alguien a quien presentó como el novio.
Miré al perro, y miré al novio; traté de retener esa única lágrima que estaba por salir, y justo en ese momento, al perro se le ocurrió lanzar la romanza habitual que solía ofrecer a la luna, lo que hizo que todos se sobresaltaran y dejaran de prestarme atención, para mirar al perro, dándome tiempo a limpiar de un manotazo la lágrima a punto de caer sobre alguna de las 14 velitas de mi torta, antes de permitirme pedir mi deseo.
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